La pira estaba lista. La gente se congregaba en la plaza con un morbo inusitado que les hacía tronarse los dedos; era la primera vez en el pueblo que alguien tan importante sería quemado. Al menos habían pasado 30 años desde la ultima vez que se había ejecutado a alguien públicamente. La gente, ansiosa porque todos conocían a la bruja y porque, en más de alguna ocasión, todos o casi todos habían recibido sus favores, se removía inquieta esperando un milagro que la salvara. Milagro que la gente misma podía provocar pero que nadie se atrevía a iniciarlo. No fuera a ser que también lo subieran a la hoguera como ajuste de último momento. Fueron muy pocos los que no asistieron, entre ellos, un niño que le hacía favores a la bruja y que en aquellos momentos se escondía aterrado en la casa de ella, recibiendo sus últimas instrucciones. Y Anita, la más anciana del pueblo, que no asistió no porque no pudiera, sino porque amaba profundamente a la bruja, la quería como si fuera su hija.
Fue Anita, además, quien la inició en la brujería, mostrándole un mundo insondable para la razón. Cuando la fue a ver, la bruja solo le dijo, con una sonrisa divina: Me enseñaste el mejor camino que podía tomar, con felicidad voy a mi destino.
La plaza estaba llena, de uno de sus costados, hasta el final de la calle más amplia, al pié de un desfiladero, se erigía una pequeña casa con un gran patio desde la que, todos los habitantes en más de una ocasión, habían visto salir destellos inusuales de luz. Nadie dudaba de que fuese una bruja, de lo que no estaban seguros era de que se le debiese quemar. Jamás había hecho nada en contra de nadie. Pero las leyes habían cambiado y las ideas religiosas, cada vez más aceptadas entre el pueblo que otrora fuera de libre pensamiento, eran asumidas sin cuestionamientos: Es más fácil aceptar que protestar.
Podía verse, desde la plaza, como las autoridades junto con un montón de chismosos, rodeaban la casa de la bruja para apresarla. Pero antes de que pudieran derribar la puerta, con un chirriar estrepitoso, se abrió y delante suyo, una mujer esbelta, semidesnuda, apenas con una tela encima sin cerrar y un sombrero de ala ancha, se presentó hermosísima frente a todos, con un cuerpo que se ofrecía delicioso. Desde la plaza se escuchan algunas voces miserables, las más decían, bruja, si no acabamos con ella, ella va a acabar con todos. Hombres, mujeres, niños y niñas de todas las edades, miraban estupefactos la leña con brea y el mástil impoluto, como si un artista hubiera creado aquél escenario para la obra que estaba por comenzar. Lo mismo pasaba en casa de la bruja, todos quitaban los ojos que no podían ser quitados del cuerpo de la mujer que, resuelta, empezó a caminar cerrando con llave la puerta tras de sí.
Extendiendo la llave al primero que tuvo enfrente, dijo: Asegúrate de que le sea entregada a Anita, si no quieres que el hechizo encuentre su suerte en ti y en todos los que aquí están oyendo, los dejo por testigos y por responsables. Pero la llave no pudo ser entregada y nunca se supo si existió algún hechizo sobre ella.
Una débil voz desde el fondo se escuchó que decía:
¡quémenla!, pero recibió miradas de pánico y no tuvo eco. La bruja no lo escuchó, ni escuchó a los jueces con sus pelucas irrisorias leyendo los cargos una vez ella resolvió subir, donde una especie de verdugo que no era el verdugo, estaba preparado para amarrarla. Ella solo se colocó contra el mástil y una sonrisa dulce escapó de sus labios cuando miró al frente. Ahí estaba, después de todas las calles y todas las casas y parques y patios, el árbol inmenso que tantas veces la columpió, el árbol que la enseñó a columpiarse sin columpio y por lo que, desde muy pequeña, la llamaban bruja, aunque nunca había sido con el sentido siniestro que ahora tenía. No sé qué pasa con los pueblos, pero un día, como los hombres, pierden su vigor y su claridad, y se vuelven pesados y obcecados y luego mueren irremediablemente de forma miserable.
La bruja, que solo tenía ojos para el árbol que se cernía entre el llano y las montañas, como si a través de una tela traspasara su imagen, sonreía con inocencia, pensando que daría lo que fuera por poder columpiarse una vez más.
Pero la dulzura de su sonrisa fue siniestra para todos, alguien susurró: bruja maldita, no tiene miedo. A la par que el verdugo levantaba la antorcha que lo bañaba de fuego, recortado contra el cielo que veía caer un sol pálido de otoño. La escena era patética. El silencio era insoportable, solo se escuchaba el crujir de la antorcha y las preguntas aisladas y temerosas de los jueces.
Poco importó lo que los asistentes presenciaron, a decir verdad, fue todo tan rápido que antes de entender qué había sucedido, ya reinaba el caos en la plaza. La bruja, a su paso entre la hoguera y el árbol que la columpió, dejó una estela de fuego que se esparció con la misma rapidez con la que ella fue absorbida de ahí. La gente corría entre llamas, y ellos mismos, siendo llamas vivas y caminantes, algunos con las pelucas encendidas, buscando auxilio, esparcieron el fuego y casi todo el pueblo, que más bien era pequeño, fue destruido.
Uno de los pocos sobrevivientes de la plaza aseguró haber visto cómo se la tragaba el cielo. La bruja maldita, nunca apareció. Y la hoguera ardió vacía, distinto del resto del pueblo.
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