De cine y problemas contemporáneos

Después de varios meses de haberse estrenado en México, Parásitos, de Bong Joong-ho, estuvo disponible en Netflix y hace un par de semanas la vi con mi familia. Es una película dominguera, con una trama espectacularmente normal, unas actuaciones que —me imagino— son el estándar en Corea y, en general, que puede mirarse sin sufrirla ni necesariamene disfrutarla. Dicho en buen español: es una cinta mediocre.

Sin embargo, no pretendo en esta entrada —ya tenía mucho de no escribir de cine en el glorioso espacio del pillaje— hacer un análisis, como ha sucedido con otros títulos, ni tampoco una reseña, algo que ciertamente tengo muy olvidado. Quisiera en estas líneas dirigirme a aquello que me resulta más llamativo y, a la vez, preocupante: la gran sobrevaloración con la que se promovió. No hace falta quebrarse mucho el coco; medio mundo dijo que era la octava maravilla del séptimo arte, el non plus ultra de la cinematografía, la frontera final del celuloide, y al final, pues, resultó que no.

Tampoco quiero que el ilustre público conocedor de este espacio se encone, para eso hay otras muchas entradas mejor articuladas. No se trata de decir que es una mala película, sencillamente está en el punto medio, sin más méritos ni más vicios. El problema radica en que hubo un importante porcentaje de espectadores que la enalteció hiperbólicamente, como si en la vida hubieran visto algo de mejor talante. Ahí aparece brillando con toda su intensidad el foco rojo de alarma.

No es un secreto que actualmente la inmensa mayoría de productos de entretenimiento es una puta mierda. Hay que decirlo con todas sus letras. Si no se trata de un asqueroso panfleto feminista, es propaganda putófila o váyanse a saber qué. Las series y las películas se han convertido en el escaparate favorito para los ideólogos contemporáneos, ahí vienen a inocular sus filias y sus fobias a cuanto incauto se deje complacido llenar la cabeza de excremento. La sutileza de otras épocas, cuando importaban a la par el arte y la razón, ya no es sino un vago recuerdo para quienes conocimos una filmografía menos pesarosa.

El caso es que esta desmedida y descarada máquina propagandística ha terminado por reducir a su mínima expresión, cuando no por llanamente asesinar, al impulso creativo y al goce estético que resultaba de consumir los productos de aquel. Y el público, aunque no sea del todo consciente, se ha cansado de esta situación. Consecuentemente, pide algo que no sea un discurso masticado y soso, algo que le rete aunque sea en el más diminuto de los sentidos y le exija volverse partícipe de las historias que atestigua, necesita recuperar el papel activo de espectador que tanto placer le proporcionaba en otro tiempo.

Como lógico resultado, cuando aparece una construcción medianamente complicada, con una premisa casi provocadora y una intención estética relativamente elaborada, el frenesí por atesorar esa perla no se deja esperar. Surgen entonces las recomendaciones grandilocuentes, el encomio desbordante y la feroz invitación a verla por ti mismo. La opinión popular erige la cinta en una experiencia obligada para todo aquel que se precie de tener buen gusto y de ser amigo del cine o de las artes; la vuelven un referente y, si la fórmula ha sido suficientemente impactante, la convierten en un clásico contemporáneo —sí, uno de esos que ya nadie recuerda un par de años después— que habría reinventado el cine y revolucionado la industria para siempre. Venga, lo que hacían con cada película de Christopher Nolan hasta antes de que se sintieran en la necesidad de adorar negros y asiáticos porque Occidente les ha hecho mucho mal.

Semejante efervescencia por una historia armada más o menos bien acusa la prodredumbre en que vivimos. El enaltecimiento desproporcionado solo nos dice que ya nos cansamos de hacerle la verbena a la ideología del mazapán que a un mismo tiempo se ofende y condena desde su trono de cristal. Queremos recuperar propuestas estéticas libres de agenda o, por lo menos, que sepan encubrir sus intenciones doctrinales y sean hábiles en ello. Necesitamos obras que nos permitan reflejar, sin los esquizofrénicos filtros de la corrección o la censura buenista, nuestras grandezas y miserias para ser nuevamente partícipes de ellas, para vivir más de una vida y para someter a discusión aquellos dilemas relevantes.

Y ojo: no es que nunca antes el cine (o la literatura) hayan servido de vehículo propagandístico, ¡nuestra historia cultural es acaso pura propaganda! No obstante, había maneras inteligentes de colarla. Además, conviene decir que se respetaba la capacidad del espectador de disentir, de llevar la contraria, de argumentar su propia postura. Ir al cine o al teatro, leer un buen libro, asistir a un concierto eran actos de edificación y recreo, pero también eran formas de ejercitar el pensamiento crítico.

En el momento en que se escribe esta entrada, parece impensable cuestionar abiertamente el feminismo, la lucha racial, la homosexualidad o la libertad de culto de los no cristianos. Pero parece aún más impensable que se puedan crear productos culturales que no obedezcan a estas ideologías. Por decirlo sintéticamente, estamos ante una crisis artificial en la que se ha supeditado la capacidad creativa a la utilidad propagandística más fatua, porque ni siquiera entre ideólogos se ponen de acuerdo, solo saben que quieren llevar la contra al patriarcado, a Occidente, a la fulana blanquitud y al cristianismo, sin bien a bien saber el porqué.

La infección, sin embargo, no ha llegado a contaminar a todos. Existen todavía iniciativas sugerentes que se atreven a retarla, aunque en algunos casos tengan que conceder cierto terreno al mazapanazgo. Un valioso ejemplo podría ser Cobra Kai, que no solo juega con la nostalgia sino que pone en el centro del debate los cambios ideológicos actuales y las formas en que se puede convivir y dialogar en el marco de las diferencias. Y al final, se le puede considerar una serie que engancha aunque no deje de tener errores.

La situación, como está actualmente, no pinta bien. De seguir por este derrotero, las décadas venideras estarán marcadas por la pobreza intelectual y la necesidad de ser aceptados por el discurso enajenante de los correctitos. Puede convenirnos pensar que vale la pena divorciarnos de las guerras propagandísticas, volvernos espectadores más exigentes y también rebeldes ante las dictaduras censoras. No me cabe duda de que en buena medida esto puede asegurarnos mejores productos en el futuro, después de todo, el entretenimiento sigue siendo industria. Por otra parte, al pensar en películas como Parásitos, o series como Cobra Kai, también vale la pena detenernos a considerar que pueden estar bien, sin que eso signifique que constituyen la cúspide de su evolución. En un momento de grandes polarizaciones, apostar por la crítica antes que por el fanatismo nos puede llevar a estar más satisfechos y, si bien no se salvarán vidas, al menos no perderemos crédito ante quienes escuchen de buena fe nuestras recomendaciones.

Vale.

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