Alguna vez, durante la adolescencia, padecí como mucha gente un período de depresión que sobrellevé sin tratamiento ni diagnóstico médico. En pendular movimiento, que iba de lo leve a lo severo, de lo pasajero a lo durable, la enfermedad marcó mucho de mí. Alteró mi manera de interactuar con la gente, mi forma de percibir el entorno, de procesar y entender la información, incluso la manera en que realizaba las acciones más cotidianas. No quiero entrar en el cliché de la pérdida de sabor de la comida o de brillo en el día, pero apuntaré que es verdad que los estímulos que antes eran, por decir lo menos, disfrutables, posteriormente carecían de valor o significado. No es que las cosas no supieran igual, sino que la percepción del sabor ya no detonaba la misma respuesta. También como mucha gente, en aquel entonces consideré seriamente la posibilidad de suicidarme.
La autodestrucción, romantizada precisamente por los románticos, muchas veces se presume la salida más digna a un torbellino de malestares y dolores que parece no tener final. Sin embargo, la cultura en torno a la muerte y lo que le sigue, sobre todo en mentes jóvenes, puede causar un genuino terror ante la posibilidad de acabar con el sufrimiento de una vez por todas. Es por esto que nunca tuve el valor suficiente como para llevar a cabo de manera eficaz el plan, aunque admiraba y ponderaba constantemente a quienes sí lo hacían. Incluso recuerdo haber visto uno de esos lamentables programas de problemáticas familiares en que acontecía un suicidio y me emocionaba la idea de que ese personaje atormentado, tan hiperbólico y falaz, pero en quien encontraba la anagnórisis perfecta, había logrado lo que tantas veces yo apenas soñaba.
El tiempo pasó y, no por arte de magia, me sobrepuse a la enfermedad. No sabía, sin embargo, que había estado enfermo por años; atribuí, equivocada e ignorantemente, a cualquier otra razón, incluso de corte supersticioso, la triste época de la que por fin me sentía liberado.
Por buen tiempo estuve bien, con ocasionales problemillas de salud mental que también fueron mejorando poco a poco. No obstante, este fin de semana ha sido un momento de durísima recaída.
Después de años de considerar que seguir viviendo era una elección acertada y deseable, nuevamente ha cruzado por mi mente la necesidad de terminar con la ilusión fantástica de la existencia.
Sé, sin embargo, que ahora se debe una circunstancia de vulnerabilidad extrema y a la impotencia que provoca la falta de resolución. No obstante, es jodido sentir esto y, sobre todo, tener que asimilarlo en una soledad casi absoluta.
No sé si llegaré a componer otra entrada el día de mañana. Sé que desearía no haber llegado a componer esta el día de hoy.
Vale.
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I’m so high and so dry
Por Tuzo Pillo Hora 13:51 0
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