Las recientes muestras de iracunda neurosis que los usuarios de redes han tenido a bien viralizar disfrazadas de una presunta invitación a tomar conciencia al fin han conseguido lacerar mi ánimo. Aún el hombre circunspecto y morigerado, ante el inefable espectáculo de horror y vulgaridad a que quieren acostumbrarnos los modernos, ve turbado el juicio y socavada su entereza. Si esto acaece a quien por efecto de la virtud puede con justicia ser llamado el más valioso de los hombres, ¿qué no ocurrirá a quien, entregado al vicio y la lubricidad, apenas sabe recurrir a la inconsciencia para paliar el furibundo embate del pesar que supone la existencia? ¿Quién habrá que, muerto por entero, tenga la capacidad de erguirse nuevamente como si del cadáver arbóreo se tratase? ¿Cúyo será el nombre que se inscriba en el inmarcesible libro de los justos, toda vez que su vida no fue dechado de virtudes sino de crimen, de pecado y de oprobio?
Mas, por drástico que resulte el panorama y por aciago que se ofrezca a la mirada, no puede ni debe el intelecto sucumbir a la dulce tentación del engaño, que es una forma de renunciar al albedrío y, por lo mismo, al premio que depara la otra vida. Es así que, ante las cada vez más perniciosas narrativas sociales que pululan por la red, he determinado escribir esta entrada, no esperando sino que alguna cordura quepa todavía en la maniática convulsión del mundo.
Así, he decir por comienzo de cuentas que es ya notorio e indiscutible el hecho de encontrarnos viviendo una triste época en que, no atino a señalar si por hastío o franca torpeza, aquella inagotable fuente de barbarie que llamamos vulgo empéñase en radicalizar con mortal ansia el común de sus recientes circunstancias hasta hipostasiarlas a niveles de cósmica debacle. Y sin embargo, cual inspiración de oculta o divina inteligencia, involuntariamente deja entrever, de cuando en cuando, una desconocida conciencia histórica, no exenta por desgracia de su consabida miopía intelectual.
Recuerdo con la frescura del reciente parpadeo cuando, en medio de una crisis espiritual, el pueblo mexicano, ante la intentona de quemar una puerta de Palacio Nacional, como si de hato o recua se tratase, en discordado fragor juraba que aquella exacerbada muestra de furia incapaz de contenerse por más tiempo era sin cabida a la dubitación sana un hecho de cariz histórico cantado, que el pedestre acto no era sino despertar heroico y revolucionario, que el lamentable amasijo de inconsciencias que por mal nombre recibía el de país se transformaría para la eternidad perenne de las eras. Y cómo no podrase mencionar la equiparable ingenuidad de que hizo gala esa misma irredenta bestia cuando el reciente estremecer telúrico redujo una ciudad a escombros. Mas todo lo anterior, perdido ya en el insondable océano de la desmemoria, antójase acaso pesadilla lejana o sueño inquieto de una tarde veraniega, tal fue su impacto, tal su trascendencia.
Digo, pues, que como en aquella no remota temporada de infelices sucesos fuese visto, en la presente hora, como el gallo que obstinado en medio de la noche bienviene al nuevo día, hasta desgañitarse juran y perjuran que las medidas que hoy se toman en calidad precautoria ya no serán sino eterna condena, penar inacabable y perpetua manda y que no ha existir de nuevo la dicha del ósculo, de la caricia ni del abrazo. ¡Oh, contundente e irreversible maldición! ¡Oh, mísera existencia mintrosa de cuantas haya en el vacío del empíreo! ¡Oh, hado cruel! ¿Habrase visto mayor muestra de soberbia y de falacia? ¿Mayor ceguera? ¿Más grande error de cuantos contra la fe y otras verdades se publican?
Cualquiera que disfrute del autovictimismo hipostático, con toda confianza, que me señale por estar en negación. Aquí deseo desmontar esto.
La circunstancia actual, como es lógico, obliga a que alteremos el modo de vida. Este hecho no está a discusión. Es la aseveración irreflexiva de que el cambio es permanente lo que carece de sentido. ¿O acaso creemos que nunca antes existieron enfermedades contagiosas incurables?
Eso que llamamos “normalidad”, a falta de mejores términos, no ha sido ni por asomo desterrado de nuestra dinámica. La alteración, aunque abrupta, dista mucho de un cambio definitivo y total, como demuestra la dinámica social no solo de México sino del resto de los países.
Seguimos gozando de los mismos servicios de siempre, compramos en los mismos lugares y hablamos con la misma gente. Hemos incluido una ilusoria forma de transformar nuestra interacción social, pero fuera de eso, no hemos entrado en una dinámica de auténtica renuncia o mutación.
Se ha olvidado que el propósito del aislamiento es evitar el colapso de los sistemas de salud. No es esquivar una muerte segura ni mucho menos garantizar la completa asepsia. Sobre esta lógica, el temor a la enfermedad disminuirá a su debido tiempo y con ello, las dinámicas
de siempre van a florecer de nuevo. Algo hay que conceder, no obstante: la adaptación al período actual y la readaptación a la “normalidad” supondrán sus propias dificultades. Podríamos contar con que habremos crecido gracias a la experiencia y esa memoria que se transmita es acaso lo único que legítimamente podremos denominar como un cambio definitivo. Por lo demás, convendría recordar que el mundo, por muchas aparentes novedades que presente, no tiene 20 años de existencia. Convendría, nada más.
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Entre memoria y desmemoria
Por Tuzo Pillo Hora 00:00 0
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