¿No sienten como que, desde el 2018, se empezó a gestar algo que no termina de nacer y que, al pasar de los días, poco a poco va adquiriendo forma?

El año 2020, que, de a poco se vio venir, llegó más rápido que eyaculación de precoz. No bien se le intuyó, ya estaba aquí, aplastándonos con su efímera navidad, sin posadas, sin velas, sin uvas o con las uvas más caras del mercado. En cualquier caso, a prisa, fugaz, como aquella tarde que no volverá y que todos tenemos en nuestro recuerdo, baste con cerrar los ojos, sentados en una banca y pensar: ¿Qué me hace más feliz?
Para urgar en la mente y, en este escudriño, no dar con nada, porque los sueños están cada vez más rotos, cada ves se miran más lejanos, como si la niñez nos los acercara y la madurez nos los alejara. Como si los sueños fueran la piel, como si todos fuésemos un chavo-ruco desesperado por no salir de los 30, por no acumular más arrugas y cada arruga fuese un hilo cortado para amarrar el sueño. Como si no quisiéramos nacer, para estar en la cuna en la que dormíamos plácidamente.
Esto que recién nace, doloroso, angustioso, con muerte de las flores de este jardín en el que nacimos, con más nacimientos de más capullos, que se desenvuelve en este nuevo año raro y esperado, tan temido y tan llegado, la década de los 20, (la que recordamos está llena de sombreros y solapas y los autos recién eran novedad como, cien años después, lo son los celulares y el internet), es una cosa magníficamente grande.
Aunque seguimos solos igual que hace 100 años, conectados a través de nuestros inventos y desconectados de lo que nos hace ser. Esperemos que esto que nació este 2020 sea ese ser que de verdad somos.
Y que seamos grandes de una buena vez.
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