Mi hermano Juan y yo debíamos tener poco más de una década y hacía ya tiempo que nos divertía jugar a juegos que a los mayores no hacían ni pizca de gracia. Uno de ellos consistía en atar el extremo de una cuerda a un pequeño paracaidista de plástico y el otro extremo a un agujero que había en cada lado del enorme ventanal metálico del comedor, y cuya función nunca hemos descubierto cuál era.
Acto seguido y sin que mi madre nos viera, dejábamos caer el primer extremo de la cuerda por la ventana, de modo que el paracaidista quedara colgando pero sin llegar a tocar el suelo. Esperábamos pacientemente a que alguna persona pasara por la calle y ¡zas! soltábamos más la cuerda para que el monigote se posara sobre la cabeza del afortunado, quien se llevaba un susto tremendo, miraba hacia arriba y nos descubría a nosotros tirando de la cuerda a toda prisa; maldiciendo, supongo, porque no se escuchaba muy bien desde el quinto piso donde estábamos.
Un buen día comenzó a venir por casa un tal Juan, agente de seguros, con quien mi madre hizo mucha amistad. Creo que había gestionado con él el seguro de la vivienda y el de 'los muertos', que es como todo el mundo llamaba en aquella época al seguro de decesos.
Cuando este señor venía, mi madre le invitaba a tomar café en el salón y charlaban un rato mientras nosotros hacíamos de las nuestras en cualquier otra estancia de la casa. Por supuesto que cuando mi madre sabía que iba a venir nos obligaba a recoger los trastos que solíamos dejar desparramados por todo, para que el agente de seguros no se llevara una mala impresión. Eran tan habituales sus visitas que mi hermano y yo lo empezamos a llamar 'el Juan de los seguros'.
Un día, durante una de esas visitas y coincidiendo que andábamos merodeando por el salón, notamos a mi madre un poco tensa e incómoda y no paraba de mirar de reojo hacia una de las estanterías. Se esmeró para que la visita durara el menor tiempo posible y que el Juan de los seguros se marchara cuanto antes. Después nos cayó una bronca terrible, y es que en la estantería lucía hermosa una mierda de plástico en todo su esplendor;de esas que venden en las tiendas de artículos para broma y que están tan bien hechas que simulan a la perfección a las de verdad.
A partir de ese día, siempre que venía el Juan de los seguros y pese a la previa supervisión de mi madre, la mierda se las ingeniaba para aparecer en la estantería. Era como por arte de magia, porque juro y perjuro que mi hermano y yo no la poníamos allí a propósito. Quizá siempre se nos olvidaba junto con otros tantos cacharros con los que jugábamos.
Al fin mi madre se dio por vencida y el que la mierda estuviera allí, a dos metros de la visita, se convirtió en un tópico.
Yo no sé si alguna vez el Juan de los seguros llegó a verla o con suerte era muy miope o simplemente dio por hecho que en esa casa cagábamos en las estanterías, a saber con cuánta dificultad y arriesgados equilibrios para poder hacerlo. Yo creo que sólo por eso nos admiraba, porque en mi familia ricos no seremos, pero sí dignos de admiración.
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Buenísima la historia
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