Colaboración especial de José Luis Huergo
Con manos
temblorosas llevó la jícara hasta sus labios, mientras contaba los grumos que
flotaban sobre el aguardiente… Uno… Dos… Siete. Contó luego los rostros hinchados
que lo miraban fijamente. Seis… Siete, con él mismo. Todo bien. Nadie había
bebido de más. Dio el trago hasta sentir en los labios la textura babosa. Entonces
pasó la jícara al Sinaloa, quien la tomó con la mano izquierda y el muñón del
brazo derecho.
Debía volver al trabajo, sí, pero nomás que se cortara la borrachera.
Debía volver al trabajo, sí, pero nomás que se cortara la borrachera.
"No pasa nada. El contador general me cubre, hace las cuentas que me tocan
y las presenta con mi firma. Todos nos cubrimos las espaldas y yo me estoy
casando en este momento con mi amada Rosa. ¡Pero qué linda se ve con su vestido
blanco!".
Un codazo lo sacó de su delirio.
—¡Ora, que no es ajedrez!
Tomó de nuevo la jícara y dio un gran trago, queriendo borrar la
realidad, cambiar el canal. Debía ya dejar el aguardiente. Era un gran
contador. Mañana el mal sueño iba a terminar; despertaría en su cama, se daría
un baño y…
El golpe en las costillas y el Sinaloa que le arrebata el refino, cuenta
y grita:
—¡Se tragó dos!
—¡Dos rondas de castigo! —gritan todos, mientras el Zopilote canta,
burlón:
—Agustín teeeníaaaa un viooolííínnnnnnn —haciendo como que tocaba
un instrumento invisible.
No podía pelear. No quería. Ya no tenía fuerzas. Cuando se terminó el
dinero que le dieron por la casa heredada de sus padres, esa fortuna que
parecía inagotable pero fue insuficiente para pagar un solo beso de amor, entonces
le quedaban fuerzas; entonces asaltó, golpeó a quien se le puso enfrente descargando
su ira y frustración. Todos tenían el rostro de Rosa. Eso fue muchas vidas
atrás, cuando miraba con desprecio a los teporochos. Ahora, ablandado a
macanazos, nomás servía para estirar la mano suplicando un par de monedas pa’l
cuartito.
La última vez que enfrentó su propio rostro hinchado, amoratado, nariz
retorcida, sin dientes, ojos como sandías mirándolo desde un aparador, huyó a
toda la velocidad que le permitieron los zapatos despedazados que había sacado
de un basurero.
¿Cuándo había sido eso? ¿Ayer? ¿La semana pasada? ¿Pasado mañana? ¿Hace un año? ¿Dentro de un mes?
¿Cuándo había sido eso? ¿Ayer? ¿La semana pasada? ¿Pasado mañana? ¿Hace un año? ¿Dentro de un mes?
“No importa. Nada es real. Nada ha pasado. Estoy en mi cama. Rosa toma mi
mano y acaricia mi frente. Puedo verla, oírla, sentirla, oler su perfume. Dice
que estuve enfermo, que todo va a estar bien. Me ama. Está arrepentida. Ahora
sabe lo que valgo. Soy un gran contador".
—¡Su turno! ¡Trague o pásela! ¡No la caliente, güey!
Dio un trago, esta vez con cuidado, contando primero los gallos…
Uno… Otra vez siete.
—¡Ándele, güey, no le cuente tanto! Son siete; yo repuse los dos que se
tragó.
¿Porqué Rosita le gritaba así aquí, frente al altar de la catedral?
¿Porqué le faltaba al respeto si él, el C.P. Agustín G. Conde, lucía el mejor
traje que pudo encontrar en el lujoso almacén?
"Rosa. Rosita, mi amor. Te amo. Eres todo. Quiero ser tu marido. Quiero a
tu hija como un padre. Mira, ésta es tu casa. Ya no vas a pasar hambres. Nada
te va a faltar. No tendrás que entregarte sino a mí, y eso por amor, por ese
amor tan grande que te tengo y que estoy seguro sabrás corresponder algún día.
Yo sabré esperar".
—¡Tu turno, Chicarcas! Y vete buscando monedas en ese saco de
catrín, que se está acabando el refino.
—¡Miren al Chicarcas! ¡Otra vez alucinando a la tal Rosa! ¡Acuérdese
que nunca hubo casorio! ¡Deje de soñar!
Bebió, pasó la jícara y metió la mano en los bolsillos del
viejo y mugroso blazer. Nada. El pantalón, amarrado con un lazo lustroso de tan
sucio, vacío también. Se palpó el pecho buscando el bolsillo de la camisa, pero
no había camisa; desde hacía tiempo usaba una camiseta, regalo de un candidato
del PRI.
El zopilote lo salvó.
—¡No, si le toca al Huarache pagar el cuarto! ¡Orale! ¡Jálese con la
Negra y se trae un cuarto de güin!
¿Güin, mi Agus? ¡Si el señor contador toma cognac! ¿No sabe que el
güin es puro alcohol hervido con alumbre y mecate pa’ darle color? Eso mata
neuronas. Eso hincha las patas. Eso lo tira a uno en la calle. No, no, no,
contador: rectifique, levántese, vaya a su trabajo. El contador general lo
cubre. Todos están en el juego: tapar las tranzas del grande por unas monedas
mientras no llegue alguno de fuera; uno que no se sepa la movida, o que no le
guste; ese que tiene otras ambiciones, que quiere crecer a la empresa para
crecer con ella; ese que te va a dar el tiro de gracia, Don Agustín G. Conde; a
ti y al contador general, no sin que antes te encuentres a tu Rosita con un
chofer de camión en tu propia cama, ese fuereño trabajador a quien vas a culpar
siempre de tu fracaso, porque luego del despido nadie te va a emplear por
corrupto, barato y mediocre. Más te valdría morir. Morir. La dulce y anhelada muerte. El descanso definitivo. Dejar de pensar.
Dejar de sentir. Nunca tuviste el valor para suicidarte, mi querido contador,
mi Agus, ese mi Chicarcas ¿Apoco ya te vas haciendo machín?
—¡Ese! ¡Ya llegó el cuarto! ¡Le toca servir!
No supiste ni cómo tomaste la decisión. Tal vez ni lo decidiste; nomás
le arrebataste la botella al Huarache, la tomaste con las dos manos y te la
empinaste de un trago. Ni caso le hiciste a la bola de teporochos que te
mentaban la madre a gritos.
—¡Miren a ese hijo de perra! ¡Se tragó todo! ¡Yo lo madreo! —gritaba
el Sinaloa mientras agitaba al aire su invisible mano derecha.
Se te fueron encima. Bola de montoneros. Cúbrase, contador, ese mi
Chicarcas, mi Agus, mi angustias. Los golpes no duelen. Tome la mano de su
Rosa, de su falsa rubia. La tiene enfrente. Abrace a su Rosa Salvaje, a su Rosa
de Dos Aromas, a su Rosa Melcacho, a su Rosa Rosita Zorra Zorrita. Dígale que
la perdona, que todo es culpa de usted. Piérdase en esos ojos negros como su
alma pa’ que no sienta. Aguántese, si no; usted se lo buscó. Usted conoce las
reglas, Don: estos perdonan todo menos el agandalle. Eso de tomarse enterito el
refino… Pos nomás no. Aguante, falta poco. Ya le sumieron todas las costillas a
patadas. Ándele, camine hacia la luz; quien quita y usted reencarna en alguien
de provecho y llega a triunfar. Porque, lo que es en esta vida, ya no la hizo.
El cuerpo desnudo que levantaron al día siguiente, a falta de
identificación, lo tiraron en la fosa común luego de la autopsia y de llenar el
certificado de defunción. Éste señalaba como causa de muerte el estallido
de vísceras ocasionado por golpes contusos… Pero es que el médico legista no
conocía a Rosita.
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