He de comenzar diciendo que me resulta pasmosamente inaceptable que en nuestra dichosa contemporaneidad el grueso del público consumidor de contenidos dicte una moralidad tan inerte. Es abominable no porque la libertad de determinar lo que se considera deseable y lo que no haya de constreñirse más —esto último, el constreñimiento, es lo que, dicho sea de paso, promueven las bandas de idiotas morales que se han tatuado el emblema informe de la corrección en el lóbulo occipital—, sino porque poco a poco obligan a que las empresas orientadas a producir tales contenidos cedan a las demandas del auditorio que las sostiene. Uno de los casos que con más enfado puedo recordar es el de Danny Masterson, quien en marzo de diciembre de 2017 fue separado de su papel en The Ranch a causa de las acusaciones que se levantaron en su contra como parte de la caza de brujas que Hollywood tuvo a bien hospedar cuando estuvo más bullente el Me Too. Tiempo después, en agosto de 2018, la vida les cobraría con la denuncia contra Asia Argento por haber abusado sexualmente de un joven actor de 17 años. Los partidarios de la aberrante iniciativa pro-feminismo radical inmediatamente trataron de disculpar a la actriz insinuando que no se conocían todas las circunstancias en las que se pudo haber llevado a cabo el hecho. Aquí nuevamente sale a relucir la selectividad y, por supuesto, la informidad de aquello que supuestamente se defiende, puesto que Me Too, lejos de ser una genuina respuesta de preocupación por parte del gremio actoral ante las agresiones sexuales, se desveló como una campaña de odio contra uno de los productores más influyentes del ámbito.
Si todo el problema se redujese a los dimes y diretes de la farándula, ni siquiera ameritaría hablar al respecto, ya que se trata del pan de cada día para los famosos. Sin embargo, el problema de fondo es mucho más complejo y su manifestación en la prensa —la seria y la sensacionalista— es apenas la punta de un escabroso e intrincado cuerpo glaciar que no ha terminado de asomarse. El síntoma es tomarse en serio movimientos que en otro momento se habrían descartado a los dos segundos de existir por huecos, desorganizados e improvisados; la enfermedad es que hay un público, en su mayoría perteneciente a estratos medio y alto, con poder adquisitivo suficientemente significativo como para presionar para que, al menos en lo que compete a la parte visible de la farándula, se tomen en cuenta este tipo de sandias celebraciones del absurdo. Y ¿qué es lo que provocan? Ciertamente, lo de menos es el despido de un ricachón que no necesita un trabajo real para sobrevivir, tampoco el hecho de que den al traste con la calidad de una buena serie humorística, sino la propagación de estos ideales hueros, insípidos e ineptamente diseñados, con los que se ganan adeptos para una causa tan vana como fútil.

La propugnación de ideales hueros y fútiles, evidente en esta ridiculización de la propia ideología.
En primer lugar, está la falta de consistencia: el feminismo degenerado y radical que supuestamente profesa esta persona, si se toma desde los dos o tres postulados que a duras penas pueden extraerse de la maraña de ideas desordenadas que sus partidarios balbucen, no puede admitir esta clase de música precisamente porque su sola existencia violenta la naturaleza acendrada de la feminidad. Sus proposiciones, aunque se canten sin convicción, reproducen en la dimensión simbólica y poética aquellos actos machos que se busca erradicar a toda costa, luego, su sola presencia en una fiesta es una acción abyecta por la que se debería pagar con la vida (hipérboles con licencia). La congruencia, definitivamente, no va con los valores ideológicos que hoy se promueven con tanto ahínco. Y, sin embargo, cuando alguien cuenta un chiste en el que la mujer sale mal parada, ya sea porque se le acusa de fácil, tonta u hormonal, entonces es inadmisible, aunque igual que el narcocorrido, el chiste provenga de una dimensión fictiva y emplee los mecanismos del lenguaje para lograr su cometido. ¿Qué diferencia a estas dos expresiones? Objetivamente, nada. La admisibilidad de ambas se determina por llana y conveniente selectividad a gusto del partidario, aunque acaso los chistes parecieran estar «oficialmente» desterrados de todo movimiento radical contemporáneo —asunto, cabe destacar, profundamente autocrático y totalitarista—, ya que al mover a risa se pierde la solemnidad de aquello que se defiende y, consecuentemente, puede aflorarse cierto espíritu crítico, gran enemigo de cualquier idea que pretenda presentarse incuestionable.
En segundo lugar, está la falta de autoconciencia. Es claro que aceptar sin el mínimo espíritu crítico cualquier doctrina, sea actual o ya tenga varios siglos tostándose bajo la luz del sol, es la receta para el fanatismo. Sin embargo, ser incapaz de entender en qué consiste aquello que se profesa y solo por inercia transgredirlo, como ocurría con esta chica, no conduce a un sendero diferente. Un individuo maduro que asume una ideología conscientemente, en teoría, tiene la capacidad de identificar cuál es el núcleo ideológico que ha motivado su anexión al conjunto de personas que lo defiende; más todavía, es capaz de identificar cuáles son las unidades ideológicas con las que comulga menos y también aquellas sobre las que considera que cabe repensar o, cuando menos, adecuar la doctrina. Sin estas operaciones, el individuo es simplemente un enajenado, cuyos procesos mentales fueron intervenidos por el panfleto para que actúe, piense y diga únicamente los lineamientos propuestos, esto cuando está en modo automático; no obstante, cuando baja la defensa, afloran sus inclinaciones naturales, mismas que pueden ser incluso opuestas a los principios ideológicos que dice profesar. La ignorancia, virtuosa solamente en términos de quien la padece, acaso es útil para permitir que un cerebro funcional predique en automático una serie de preceptos que no comprende y que tampoco asimila, pero que pueden infectar a otros cerebros igual de ignorantes y aprovechables.
Por último, está la necesidad de aprobación. No es secreto que estos movimientos ideológicos encuentran su mayor clientela entre los jóvenes —eso no significa que muchos adultos inadaptados no se sumen por multiplicidad de razones; la presente, una de ellas— y es que las capacidades sociales de la población se han ido a pique. No es el momento de discutir si la causa son las redes sociales, la mala crianza, los memes o la manga del muerto; la realidad es que la humanidad, al menos en Occidente, está perdiendo su capacidad de convivir con sus semejantes. El resultado de este drástico decrecimiento en las habilidades para relacionarse con otros, además de variados y copiosos problemas psicológicos, es precisamente la necesidad de sentirse aprobado e incluido. Las nuevas ideologías, que navegan con bandera de tolerantes, aunque propugnan un dogmatismo excluyente, parecen una respuesta a semejante carencia, pero la falta de estructura y de auténtico compromiso devienen tarde o temprano en la urgencia de recibir la aprobación de otros, sean quienes sean, existan en el entorno inmediato o no, a pesar de que en teoría la adhesión a un movimiento ideológico habría ya satisfecho este aspecto.
No cabe duda que en la actualidad nos enfrentamos a un cambio en el paradigma del pensamiento que ha comenzado por devastar el equilibrio de los más jóvenes. Es parte del devenir y del ciclo que toca cumplir en este mundo. Con todo, conviene no dejarse llevar por estas manifestaciones viscerales, irreflexivas e incoherentes; hay que mantenerse firmes en la consciencia y en la crítica, únicas herramientas que nos permitirán salir adelante en un entorno ultrasensibilizado pero apático, preocupado por el simulacro de las formas e ignaro de la sustancia. A final de cuentas, tras estos episodios convulsos, el mundo habrá cambiado, quizá no radicalmente, pero en efecto ya no será el mismo; los actuales partidarios de estas ideologías de lo correcto también se verán obligados a cambiar y, a su debido tiempo, lo harán. Mi temor, lo digo sin sorna y con el corazón en la mano, es que sus sandeces terminen por dañar nuestra manera de transitar por la existencia y que perdamos la identidad, junto con la capacidad de reír, de pensar o disentir, por el miedo a quedar fuera del enfermizo paradigma que, insostenible, busca instaurarse a como dé lugar.
Vale.
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