La gotita

Durante la junta, pensaba que anhelaba, pero no pensaba. Las propuestas ajenas, cargadas de innovación desmesurada, botones brillantes, sillas de colores, malabares y paracaídas; cargadas de su vacua pompa y sabor acre, como imagino que sabe la orina —aunque dicen que no sabe a nada—, de solo escucharlas me extenuaban.

«Se nos olvida», dije sin darme cuenta, en voz alta, encarnación del ansiado autómata del presente siglo, «que somos profesores, no anfitriones de programa de concursos».

El silencio me envolvió de nuevo. Mi corazón, agitado, retumbó como para obligarme a desnudar mis ojos del velo de hastío que me había impelido a blasfemar ante los respetables colegas. De súbito, como si el sudor infinito que se concentró en una única gotita helada que asomó tímida por encima del profundo surco de mi frente se hubiese liberado de su forma y, trasmutada a la manera de los yoguis ascendidos, fuese ya iceberg, catarata, cerdo, sapo, pluma, sentí colapsarse el interior de mis entrañas y en mis propios ojos —no atino a comprender cómo lo sé— un macilento brillo de terror anunció al mundo que seguía con vida. Y por un breve instante —¿un segundo? ¿Dos?— fui gotita, cerdo, pluma, entraña, profesor… Miré los ojos, clavados en el hipotético punto que conduce a la inmensidad de la inexistencia, de la automática taracea de cabezas que seguía engolosinada en sus maromas y botones y juguetes y frituras, y aliviado, plácido mequetrefe desasido de su voz, velé de nuevo la mirada como quien recuperado de la pesadilla se entrega indolente a la molicie que regresa al sueño.

—¿Dijiste algo hace un rato?

—No… pensaba, pero no…

Publicar un comentario

Copyright © Pillaje Cibernético. Diseñado por OddThemes