¡Itaguayenses!
Un ayuntamiento corrupto y violento conspiraba contra los intereses de Su Majestad y del pueblo. La opinión pública lo había condenado; un puñado de ciudadanos, fuertemente apoyados por los bravos dragones de Su Majestad, acaba de disolverlo ignominiosamente y, por unánime consenso de la villa, me fue confiado el mando supremo hasta que Su Majestad se sirva ordenar lo que le pareciere mejor a su real servicio. ¡Itaguayenses! No os pido sino que me rodeéis de confianza, que me ayudéis a restaurar la paz y la hacienda pública, tan dilapidada por el ayuntamiento que acaba de ser disuelto por vuestras manos. Contad con mi sacrificio y estad seguros de que la Corona estará con nosotros.
El Protector de la villa, en nombre de Su Majestad y del pueblo. Porfirio Caetano das Neves
Un ayuntamiento corrupto y violento conspiraba contra los intereses de Su Majestad y del pueblo. La opinión pública lo había condenado; un puñado de ciudadanos, fuertemente apoyados por los bravos dragones de Su Majestad, acaba de disolverlo ignominiosamente y, por unánime consenso de la villa, me fue confiado el mando supremo hasta que Su Majestad se sirva ordenar lo que le pareciere mejor a su real servicio. ¡Itaguayenses! No os pido sino que me rodeéis de confianza, que me ayudéis a restaurar la paz y la hacienda pública, tan dilapidada por el ayuntamiento que acaba de ser disuelto por vuestras manos. Contad con mi sacrificio y estad seguros de que la Corona estará con nosotros.
El Protector de la villa, en nombre de Su Majestad y del pueblo. Porfirio Caetano das Neves
Todo el mundo advirtió el absoluto silencio de esta proclama con respecto de la Casa Verde; y, según algunos, no podía haber más vivo indicio de los proyectos tenebrosos del barbero. El peligro era tanto mayor cuanto que, en medio de estos graves sucesos, el alienista había encerrado en la Casa Verde unas siete u ocho personas, entre ellas dos señoras y un hombre que estaba emparentado con el Protector. No era un reto, un acto intencional; pero todos lo interpretaron de esa manera y la villa respiró con la esperanza de ver, en veinticuatro horas a lo sumo, al alienista entre rejas y a la terrible cárcel derruida.
El día terminó alegremente. Mientras el heraldo de la matraca iba recitando de esquina en esquina la proclama, el pueblo se volcaba a las calles y juraba morir en defensa del ilustre Porfirio. Y fueron pocos los gritos contra la Casa Verde, prueba de confianza en la acción del Gobierno. El barbero hizo expedir una proclama declarando feriado aquel día y entabló negociaciones con el vicario para la celebración de un Te Deum, tan conveniente resultaba a sus ojos la conjugación del poder temporal con el espiritual; pero el padre Lopes se negó abiertamente a prestar apoyo a tal fin.
—Supongo que Su Eminencia no se alistará entre los enemigos del Gobierno —le dijo el barbero dando a su expresión un aspecto tenebroso.
A lo que el padre respondió sin responder:
—¿Cómo alistarme, si el nuevo Gobierno no tiene enemigos?
El barbero sonrió; era la pura verdad. Salvo el capitán, los concejales y los principales de la villa, toda la gente lo aclamaba. Incluso los principales, si bien no lo aclamaban, era igualmente cierto que no se habían pronunciado en contra de él. No hubo un único almotacén que no se presentara para recibir sus órdenes. Por lo general, las familias bendecían el nombre de aquel que por fin iba a liberar a Itaguaí de la Casa Verde y del terrible Simão Bacamarte.
Veinticuatro horas después de los sucesos narrados en el capítulo anterior, el barbero dejó el Palacio de Gobierno —tal era la denominación dada al recinto del ayuntamiento— en compañía de dos auxiliares y se dirigió a la residencia de Simão Bacamarte. No ignoraba Porfirio que era más decoroso para el Gobierno mandar llamarlo; el recelo, empero, de que el alienista no obedeciese, lo obligó a aparecer tolerante y moderado.
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No debió aguardar mucho el barbero para que lo recibiese el alienista, quien le declaró que no tenía medios para oponérsele y que, por lo tanto, estaba listo para obedecerle. Solo una cosa le pedía y era que no lo obligase a asistir personalmente a la destrucción de la Casa Verde.
—Se engaña vuestra merced —dijo el barbero tras una pausa—, se engaña al atribuir al gobierno intenciones vandálicas. Con razón o sin ella, la opinión general entiende que la mayor parte de los locos allí recluidos están en su más sano juicio, pero el Gobierno reconoce que la cuestión es puramente científica y no pretende resolver con medidas drásticas asuntos que solo son competencia de la ciencia. Por lo demás, la Casa Verde es una institución pública; así la aceptamos de manos del ayuntamiento, ahora disuelto. Hay, empero, necesariamente debe haberlo, un criterio capaz de restituir el sosiego al espíritu público.
El alienista apenas podía disimular su asombro; confesó que esperaba otra cosa, la demolición del hospicio, su prisión, el destierro, todo, menos…
—El desconcierto de vuestra merced —lo interrumpió gravemente el barbero— se funda en el desconocimiento de la grave responsabilidad del Gobierno. El pueblo, dominado por una ciega piedad, que le provoca en tal caso legítima indignación, puede exigir del Gobierno cierta prioridad en sus actos; pero este, con la responsabilidad que le incumbe, no los debe practicar, al menos integralmente, y tal es nuestra situación. La generosa revolución que ayer destituyó un ayuntamiento vilipendiado y corrupto pidió, con altas voces, la demolición de la Casa Verde; pero ¿puede entrar en el ánimo del Gobierno eliminar la locura? No. Y si el Gobierno no la puede eliminar, ¿está al menos apto para discriminarla y reconocerla? Tampoco. Ello es materia de la ciencia. Por lo tanto, en asunto tan melindroso, el Gobierno no puede, no debe, no quiere dispensar el concurso de vuestra merced. Lo que le pide es que arbitremos un medio para contentar al pueblo. Unámonos y el pueblo sabrá obedecer. Uno de los recursos posibles, a menos que vuestra merced proponga otro, sería de hacer retirar de la Casa Verde a aquellos enfermos que estuvieren casi curados, así como los maniacos de poca monta, etcétera. De tal modo, sin gran peligro, mostraremos alguna tolerancia y benignidad.
El día terminó alegremente. Mientras el heraldo de la matraca iba recitando de esquina en esquina la proclama, el pueblo se volcaba a las calles y juraba morir en defensa del ilustre Porfirio. Y fueron pocos los gritos contra la Casa Verde, prueba de confianza en la acción del Gobierno. El barbero hizo expedir una proclama declarando feriado aquel día y entabló negociaciones con el vicario para la celebración de un Te Deum, tan conveniente resultaba a sus ojos la conjugación del poder temporal con el espiritual; pero el padre Lopes se negó abiertamente a prestar apoyo a tal fin.
—Supongo que Su Eminencia no se alistará entre los enemigos del Gobierno —le dijo el barbero dando a su expresión un aspecto tenebroso.
A lo que el padre respondió sin responder:
—¿Cómo alistarme, si el nuevo Gobierno no tiene enemigos?
El barbero sonrió; era la pura verdad. Salvo el capitán, los concejales y los principales de la villa, toda la gente lo aclamaba. Incluso los principales, si bien no lo aclamaban, era igualmente cierto que no se habían pronunciado en contra de él. No hubo un único almotacén que no se presentara para recibir sus órdenes. Por lo general, las familias bendecían el nombre de aquel que por fin iba a liberar a Itaguaí de la Casa Verde y del terrible Simão Bacamarte.
Veinticuatro horas después de los sucesos narrados en el capítulo anterior, el barbero dejó el Palacio de Gobierno —tal era la denominación dada al recinto del ayuntamiento— en compañía de dos auxiliares y se dirigió a la residencia de Simão Bacamarte. No ignoraba Porfirio que era más decoroso para el Gobierno mandar llamarlo; el recelo, empero, de que el alienista no obedeciese, lo obligó a aparecer tolerante y moderado.
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No debió aguardar mucho el barbero para que lo recibiese el alienista, quien le declaró que no tenía medios para oponérsele y que, por lo tanto, estaba listo para obedecerle. Solo una cosa le pedía y era que no lo obligase a asistir personalmente a la destrucción de la Casa Verde.
—Se engaña vuestra merced —dijo el barbero tras una pausa—, se engaña al atribuir al gobierno intenciones vandálicas. Con razón o sin ella, la opinión general entiende que la mayor parte de los locos allí recluidos están en su más sano juicio, pero el Gobierno reconoce que la cuestión es puramente científica y no pretende resolver con medidas drásticas asuntos que solo son competencia de la ciencia. Por lo demás, la Casa Verde es una institución pública; así la aceptamos de manos del ayuntamiento, ahora disuelto. Hay, empero, necesariamente debe haberlo, un criterio capaz de restituir el sosiego al espíritu público.
El alienista apenas podía disimular su asombro; confesó que esperaba otra cosa, la demolición del hospicio, su prisión, el destierro, todo, menos…
—El desconcierto de vuestra merced —lo interrumpió gravemente el barbero— se funda en el desconocimiento de la grave responsabilidad del Gobierno. El pueblo, dominado por una ciega piedad, que le provoca en tal caso legítima indignación, puede exigir del Gobierno cierta prioridad en sus actos; pero este, con la responsabilidad que le incumbe, no los debe practicar, al menos integralmente, y tal es nuestra situación. La generosa revolución que ayer destituyó un ayuntamiento vilipendiado y corrupto pidió, con altas voces, la demolición de la Casa Verde; pero ¿puede entrar en el ánimo del Gobierno eliminar la locura? No. Y si el Gobierno no la puede eliminar, ¿está al menos apto para discriminarla y reconocerla? Tampoco. Ello es materia de la ciencia. Por lo tanto, en asunto tan melindroso, el Gobierno no puede, no debe, no quiere dispensar el concurso de vuestra merced. Lo que le pide es que arbitremos un medio para contentar al pueblo. Unámonos y el pueblo sabrá obedecer. Uno de los recursos posibles, a menos que vuestra merced proponga otro, sería de hacer retirar de la Casa Verde a aquellos enfermos que estuvieren casi curados, así como los maniacos de poca monta, etcétera. De tal modo, sin gran peligro, mostraremos alguna tolerancia y benignidad.
Acaba ahí el fragmento de la simpática narración. Cualquier parecido con la realidad de cualquier país contemporáneo y sus transformaciones de cuarta, quinta o sexta categoría son mera y fantasmagórica coincidencia.
Antes de concluir la entrada, deseo dejar la liga a la obra, por si alguien sintió el aguijón de la sabrosa lectura ensañarse en sus ánimos y curiosidad.
Vale.
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