Desazones

Desocupado lector:

Como era costumbre, este espacio ha tenido que ver cada vez más prolongadas las sabrosas entregas en virtud de que el tiempo, impasible e implacable caminante, a ratos es pródigo y a ratos avaro en lo que a su don precioso se refiere, razón por la que no pocas veces ha sido menester que se pierdan en el olvido muchas portentosas entradas que se quería plasmar para deleite tuyo y de quien tuvieras en consideración para que pasease los ojos por nuestras letras. Sin embargo, como no puede ser funesto siempre lo que acaece en nuestras vidas, hoy, a poco de comenzar una nueva semana que anuncia la cercana conclusión a un mismo tiempo de un mes y un año, vengo a poner ante tus pies unas cuitas asaz abigarradas y dolientes como ejemplares y dignas de saberse, de las que espero, si no gusto, provecho saques porque su atenta lectura no sea más gravosa que lo que a mí me fue vivir lo que haya de decirte en ella. Piensa que es de doctos aprender, antes que en la carne viva, de la cabeza ajena, por más que esta sana costumbre contravenga a la no menos lozana conseja popular, y que si con escribirte no consideras que te hago un servicio tan valioso como pródigo, considera que al menos el que yo haya tenido que pasar por estas desazones a ti te servirá de ejemplo para no desbocar en este escabroso, si carísimo, camino que llamamos vida, y que, si esto no fuese bastante, también fuese favorecerte el darte motivos para soltar la carcajada toda vez que mis males, lejos de inspirarte la lástima que cualquier otro mereciese, te moviese a la más pura y sabrosa risa, que es la que nace de desgracia ajena. Con esto dicho, no parece prudente hacer más dilación y te propongo las reflexiones que he venido aquí a plasmar.

Vale.

Novela del abismo y laberinto de amores por otro nombre llamada de las desazones

Sucedió a principios del año que corre que fui víctima de los caprichos de Eros, malquisto hijo de Venus, cuyo propósito pareció arruinar a un mismo tiempo mi vida y la sosegada paz que en ella y con ella disfrutaba, pues vine a caer malo por los afectos de una mujer bella y joven a la que pronto hallé tan cara como hermosa. De mi soledad pasada pensé encontrar remedio en esta tierna criatura cuya mirada, de luz plena cual dicen los que de esto saben que debió ser la incomparable faz de santa Lucía, de contino se turbaba por los muchos males que la aquejaban a ella y a su pobre madre.

Movido de piedad, pensé que correspondía a enamorado y caballero socorrer a la que era objeto de mi devoción y pensamientos todos y sin mayores miramientos vine a ofrecerle en servicio mis medios y caudal para que la angustia no ensombreciese de nuevo el divino vulto que si no adoraba ya, a poco estaba de ser eternamente perdido. Ella, con no tarda alegría aceptó cuanto le proponía y aun se permitía ser pedigüeña y manirrota, ¡tan liberal es el pecho que dilapida la fortuna ajena! Sin recelo, pues la veía contenta, consideré que hacíale yo gran servicio por el que alguna prenda o merced ameritaba y propúsele casamiento.

Aunque su respuesta fue no solo afirmativa sino emotiva, porque decía que nunca había sentido tal inclinación por hombre alguno sino por mí solo, al poco tiempo cayó mala y ni su madre ni nadie me permitían verla ni dejar que la acompañase por si algo necesitaba. Yo, que palabra de marido le había dado, no veía necesidad de más escrúpulo, pues que pensaba desposarla y aun hacer generosos donativos a su madre porque no echase en falta su compañía ni cariños. Mas la misteriosa enfermedad se prolongaba, lo mismo que la ausencia y que las peticiones indirectas de dinero para curaciones y menjunjes. Preocupado, primero daba con incondicional liberalidad cuanto me requerían, pero a poco fue volviéndose gravoso ser donante sin hacer recibimiento y comencé a solicitar a cambio una noticia, una palabra. Inquiría qué pasaba, pero recibía nula respuesta o largas que no conducían sino a barrancas y vías truncas.

Atrapado en semejante laberinto, desesperé y exigí verla. Las largas continuaron, pero determinado ya a no soltar un maravedí hasta no verla y escuchar de su pecho qué era lo que la postraba y alejaba de mis brazos, sin cortesías ni miramientos derribé los muros en los que buscaban perderme las excusas y mentiras y la hallé lozana, con la misma frescura y color que cuando me aficioné a ella. Enteré me que no estaba mala, sino esperando.

Cuantas reacciones iracundas y debacles, cuantos horrores y cataclismos, cuanto espanto y dolor que se dice albergan los infiernos son burdas caricaturas comparadas con lo que se desató entre mis entrañas. Podía morir y matar a un mismo tiempo. La sangre, como el dantesco lago, me hervía de gélida que había quedado en las venas. Noté cómo, ante mis hijos, la claridad del día se opacaba hasta quedar el mundo sumido en tinieblas profundas e impenetrables. Podía sentir que la respiración, como si el aire se hubiese extinto, se secaba en mí y que el fuelle de los pulmones se hinchaba y comprimía por voluntad muscular mas no por que otra sustancia lo llenase. Perdida el habla, lloré y partí a un yermo, cual penitente, donde me asaltaron infames pensamientos.

Días después volví de mi recogimiento, incapaz de reconocer ya la bondad en el mundo. Repartí lo que me quedaba de fortuna entre los pobres y entré en un monasterio sin otro objeto que abandonar el mundo, sin más crimen que purgar que la tibieza de no haber defendido mi honra, sin saber si acaso buscaba a Dios o había renunciado a Él. Y aquí me encuentro hoy, entre oraciones y penitencia y sin que pase una hora en que no la recuerde y me asalten la rabia, el llanto, la furia, la melancolía, todas las pasiones y todos los afectos, pero, sobre todo, el vacío y la desazón.

Publicar un comentario

Copyright © Pillaje Cibernético. Diseñado por OddThemes