No vas a leer las líneas que te dedico, por eso ni siquiera me molesto en firmar con el consabido tuyo para siempre. Sin embargo, como acontece de ordinario en el corazón de los hombres simples —y créeme cuando te digo que hoy soy el más simple de los hombres—, albergo la esperanza de que por algún azar extraño llegue esta carta hasta ti. Incluso, ya comienzo a maquinar, mientras escribo, de qué manera haré para que la recibas sin que sepas que es mía, sin que me veas llegar hasta ti. Tú sabes, el absurdo; lo conociste conmigo. ¡Maldito mil veces sea el absurdo!
Solo he querido escribirte porque no soporto la indiferencia con la que me obligo a tratarte, no soporto la lejanía ni la conciencia de que es muy posible que no vuelva a verte ni a escucharte ni a besarte. Me mata esta angustia que palpita en mis sienes, que me repite tu nombre y me dibuja tu imagen sobre las pupilas, por debajo de los párpados. Te odio tanto porque no puedo odiarte. ¡Mira! ¡Te escribo los clichés asquerosos de un idiota! Y solo puedo murmurar «¿por qué lo hice?», una y otra vez, como los enfermos del manicomio.
Bien sé lo que hice. Bien sé el porqué. Bien sé muchas cosas, menos el motivo por el que espero que leas, que llores, que te alegres, que respondas de inmediato y que tus palabras, Mercurio harto menos execrable, lleguen a mí de cualquier forma y de nuevo me encadenen a tus deseos, a tus peticiones, a tus quejas, a tus males, a ti toda, a pesar de que sé que la mitad es mentira y la otra mitad es tu manera de postrarme y retenerme.
Anoche, cuando más necesitaba tus caricias, quisiste engañarme de nuevo. Lo supe porque mientras tejías para mí un hábil dechado de mentiras, el criado que te traería hasta mí —inocente él y noble en su avaricia ignorante— me relató de qué modo te ocultabas en una parte distinta a la que convenimos, pero tú me habías dicho que estabas lista, que llegarías antes de la medianoche y entonces lo recordé. Me pediste que le enviara dinero a tu hermana e insististe que lo hiciera antes de la hora en que prometiste llegar. Quisiste, como días atrás, angustiarme por tu ausencia, incluso tu hermana tuvo a bien entonces enviarme un mensaje ubérrimo de preocupación. Mas como despedí al criado con una buena ñapa, esta vez fue inútil tu destreza, llegó solo la petición de dinero y nada más.
Qué ruin tiene que ser un pecho para reducir una pasión desbordante y obstinada al conteo, moneda por moneda, de un derecho que pedí pudiendo arrebatarlo.
Adiós [la tinta ha dejado un grueso manchón en vez de punto y, en efecto, no hay firma]
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Otra carta que se encontró entre las pertenencias de un amante anónimo
Por Tuzo Pillo Hora 00:00 0
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