El día que me volví mujer

Catarsis

El ordenador está abierto y en la pantalla, en feroz contraste con el blanco resplandor de la hoja virtual del procesador de textos, las letras, profundamente negras como el abismo que absorbe cuantas infortunadas almas cometen el impertinente atrevimiento de asomarse a él, construyen ante la vista el siguiente fragmento:

Sale esta entrada a la luz tal vez ya muy lejos de la fecha en que acaecieron los acontecimientos en ella referidos. Sin embargo, la viveza del sentimiento que han provocado impele a dejar alguna constancia de la abominable experiencia. Tú, discreto lector, juzga por cuenta propia como el incuestionable parecer individual te dicte.
El sábado 15 de setiembre, aniversario del inicio de la lucha de independencia en México, fui invitado a una fiesta de cumpleaños a la que concurrieron diversos elementos de una licenciatura en decadencia. El ambiente inicial, sin mayores detalles, no distaba del de cualquier otra fiesta: televisábase una pelea de box arreglada, música mexicana de varios tintes, alcohol, dicharacho, cantos, baile… mas, llegada la medianoche, con intención de festejar con vivacidad el añejo ritual de dar el grito, al balcón de la casa subieron tres individuos, el dueño y dos mozalbetas, a lanzar vivas tan procaces que si aquí renuncio a describirlos es solo porque me hierve la sangre de recordar semejantes vejaciones contra toda humana dignidad.


El texto sigue, pero la pantalla no muestra el contenido completo, la hoja llega a su fin y, con ella, la introducción a un desahogo que no llega con lágrimas ni alcanza el cuerpo, en sus alquímicos arbitrios, a depurarlo por vías que no le causen mayores malestares. Los dientes rechinan. Ira. Rabia. Dolor fuerte.

Dónde estás

Insiste en que le dé dinero. Pide. Insiste de nuevo. Pide. Pide. Pide más. Lleva ya una semana, un mes, medio año. No sabe hacer otra cosa que pedir.

Cuando llega el día de pago, callo. No presumo. No cuento. No planteo. No digo. Es día de pago. Guardo mi dinero. Discreción ante todo. Entonces pide. Pide y lloriquea. Pide. Reclama. Pide. Lloriquea. Exige. Quiere más. Pide más. No sabe hacer otra cosa que quitarme lo que es mío, lo que cosecho a fuerza de trabajo.

—No tengo.

—Mi hermana me está pidiendo que le des lo que me prestó.

—No me pagaron.

—Es día de pago. Prometiste que me darías dinero.

—Es que me cobraron un préstamo. No me depositaron.

—¿Qué le digo a mi hermana? Está molestándome.

—Es tu hermana, te prestó para las medicinas, que no sea mala, fue por tu salud.

—Dame dinero.

—Es que no tengo.

—Pídele a alguien.

Pero no respondo. Molesta. Llama. Mensaje. Llamada. Mensaje. Llamada. Llamada. Molesta más. Otra llamada. Otro mensaje. Otras dos llamadas. No sabe hacer otra cosa que llamar y molestar.

—Un amigo me da lo de tu hermana.

—Mándamelo, no me deja en paz.

—Pero, ¿vas a venir a estar conmigo?

—Sí.

—Bueno, te mando el dinero para que le pagues a tu hermana.

—Bueno.

—¿A qué hora vienes?

—Voy después de recoger el dinero.

—Está bien.

—Oye.

—¿Qué pasa?

—Es que no me siento bien.

—¿Otra vez?

—Es que mi hermana me está molestando mucho. Me hace sentir mal.

—Ven, aquí te vas a curar.

—¿Ya lo enviarás?

—Sí.

—Pero, ¿vas a venir?

—Sí.

—Está bien.

—No tardes.

—No.

Envío. No me fío. Llamo. Mensaje. Llamo de nuevo. Dónde estás. Voy por él. ¿Ya vienes? No sé hacer otra cosa que esperar y que llamar. Se lo entrego a mi hermana. Dónde estás. Ya voy, mi hermana no está. Ven. Sí, ya llegó. Dónde estás. Estoy en el taxi. ¿Ya vienes? ¿Dónde estás? ¿Por dónde vienes? ¿A qué horas llegas? Oye. ¿Dónde estás?

—¿Está mi hermana contigo?

—No, no ha llegado.

—No me contesta.

—A mí tampoco. ¿A qué hora se fue?

—Me vino a entregar el dinero y le dijo algo al del taxi y se fue. Pensé que estaba contigo.

—Conmigo no está. No llegó.

—No me contesta.

—A mí tampoco.

Llamo. Mensaje. Llamada. Llamada. Llamada. Mensaje. Mensaje. Llamada. ¿Dónde estás? No sé hacer otra cosa que gritar.

Al menos responde. Oye. Qué traidora eres. No vuelvas a llamarme nunca. ¿Me vas a armar este teatro? No te creo nada. Lo peor de todo es que volvería a darte dinero. Es tu hermana, no la mía. Por tu salud. No me quieres. Solo quiero estar contigo. Ven. Oye. No sabes hacer otra cosa. Dónde estás.

—¿Te ha llamado?

No duermo desde ese día.

El día que me volví mujer

Los fines de semana, después de beber y de dar rienda suelta a la lascivia, aspirando evadir la soledad de los más días, terminaban en cruda emocional cada vez más agobiante. Una noche, mientras miraba la pantalla del ordenador, después de senda orgía, pasaba frente a la casa la vendedora de tamales, con su desgarrador grito de toda la vida anunciaba su producto. Entonces sentí unas ganas inmensas de llorar, de arrancarme la piel, de pedir un abrazo y de que alguna mano piadosa acariciara mi cabello mientras una voz profunda, pacífica, envolvente, me asegurase que el orden universal no estaba roto. Caí en cuenta de que era víctima de mis propios desequilibrios hormonales y supe, entonces, que había ocurrido algo asaz terrible como fascinante: biológicamente me había vuelto mujer.

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