AMA Y SEÑORA
El
otro día, platicaba con un amigo que me
dijo que la tristeza era buena mascota. Esa fue la palabra que usó: mascota. ¿De
qué hablas? dije indignada por la imagen que se había metido en mi cabeza. La tristeza es ama y señora, completé. Hubo
un silencio escrito, entonces el usó un revólver de palabras y me dijo: ¿le
tienes miedo, verdad? cobarde…
¿Cobarde
yo? Me niego a creer en eso, porque yo a
la tristeza no le tengo miedo, le tengo un profundo respeto, como el que le
tengo a mis muertos. Desde hace tiempo
he dejado de hablar de la tristeza, tal vez porque hicimos las pases y sólo la
saludo cuando viene de vez en cuando para que no la olvide. He aprendido a
convivir con ella, a ser amable cuando regresa. Cuando viene, siempre encuentra la puerta un poco abierta,
ésta es su casa, ya lo sabe. Sin hablar, nos sentamos a la mesa y le preparo un
café mientras ella hurga en mis recuerdos para ayudarme a escribir y a
encontrar buenas canciones. La dejo hacer, pero sólo por un rato hasta que se
aburre de la grandeza de mi voluntad y comienza a despedirse. En el marco de la
puerta que siempre tiene abierta, ella me sonríe burlona, ondeando la mano para
decirme adiós hasta que decida regresar.
BONSÁI
La
tristeza es un árbol de raíces profundas y lodosas que consumen mucha agua,
mucho llanto. Todos nacemos con la semilla de ese árbol adentro que nos echa sus raíces en el ombligo. El árbol nos crece
a todos, aunque su tamaño depende de la tierra fértil que encuentre para
alimentarse.
Mi
árbol alguna vez fue grande, sus ramas se me incrustaban en el tórax y me
dificultaban respirar. Sentía como si mi cuerpo no fuera suficiente para
contener a ese árbol que podía matarme.
Fue cuando descubrí la técnica bonsái, un método
para hacer que los árboles permanezcan enanos y entonces sentí que el mundo me
regalaba una posibilidad: salvarme. Así,
del frondoso árbol que traía cargando, esculpí uno nuevo, podé su tronco, le
retorcí las raíces para que no se enterraran más y entonces, lo vi empequeñecer
frente a mis ojos, dejar de ser soberbio e imponente y convertirse en un
arbusto que adorna la vida, sin lastimarla con sus raíces.
Ahora,
después de tanto ensuciarme las manos de tierra, mi tristeza sigue igual de
bella, pero contenida. Tiene la misma raíz, pero a fuerza de someterla, puedo hacer que se convierta en un árbol bonsái.
IGLÚ
La tristeza
es un bloque de hielo que te paraliza. Se siente como un frío que no da tregua
jamás. No hay cosa que caliente, alumbre o movilice. Hace tiempo viví atrapada
en un bloque de hielo que abarcaba los exactos 50 kilómetros que separaban a mi
casa del trabajo – y a mí del mundo-. En ese bloque lo único que se movía era
mi coche color negro que vivía de luto por mí.
Un
día me harté del frío y entonces aceleré, aceleré tanto, con tantas ganas de
sentir el sol, que rompí el hielo. Poco a poco me fui descongelando, volví a
sentir el calor odioso del mundo y hasta llegó a gustarme. Pronto me
acostumbré, pronto pude caminar sin que los huesos me crujieran por el frío y
me sentí cómoda en la tierra.
A
veces, sólo a veces, se vuelve a sentir
como si estuviera atrapada en una ola de hielo, y siento las manos
congeladas de nuevo y parece que no
encuentro las llaves del coche para lanzarme a la carretera y romper el hielo otra vez;
siento en el pecho escarcha y tengo sueños de fuego. Me detengo a la par de mi
respiración y me dejo sentir en el medio del frio porque al final, pienso: ¡cuántos
paisajes hermosos e inconcebibles nos ha regalado el invierno!
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