Colaboración especial de Gerardo Ugalde
—Tengo ante
mí una imagen de tu hijo. Al menos eso me dice la gente que viene a escuchar el
sermón de un hombre vestido de blanco. Está en una cruz. ¿Por qué? Sabía que
después de mí él seguiría al cadalso. ¿Pero por qué de aquella manera? Yo sólo
fui degollado, no puesto ante los buitres, mis brazos enclavados por soldados
romanos… ¿Es así como terminó, Señor?
¿No?
Así comenzó todo esto. La piedra y la sangre.
El oro que da poder y placer. La fastuosidad de la pobreza espiritual. Todo
para esto. Ahora vendrá el fin y nadie lo notará. Sólo yo, ¿verdad, Señor? Lo
haces para reírte de mí… Yo que abjuraba que tu ira era temible, que aquel que
espere la recompensa de un mundo mejor debe aguantar el castigo del hierro en la
piel. Yo que prediqué la muerte del cuerpo por medio del ayuno, el temblor en
los huesos y la persecución. Yo que morí por tu mano, ya que tú escribes el
manuscrito infinito con estrellas. Tú plantaste el primer lucero de la mañana
como muestra del horror que le espera al hombre al despertar… Y ahora estoy
atorado en este rumbo que no es mi tierra. Sin embargo, la gente se comporta
igual que en ella. He sobrevivido a base de la carroña que me arrojan. Soy una
alimaña más que será pisada.
¿Por qué no
he muerto, Señor?
En la ciudad de Guadalajara, México, cerca de
la antigua estación de autobuses, ronda un hombre por las calles. Rara vez es
visto; si uno quiere asegurar este encuentro debe ir a la calle Azucena, Sector
Reforma. Por ahí encontrara un templo con una fachada de ladrillos. Afuera, si
es que está usted de suerte, hallará a un vagabundo. Lo identificará por su
vestimenta. Una malla cuelga de su cuello, dándole un aspecto menos vil. Usa de
taparrabo un atado de trapos. Igual en sus pies para soportar la tibieza
infernal del asfalto. Trae una Biblia, eso supongo, aunque realmente es un
libro a punto de desaparecer; sólo es una pasta que sostiene unas hojas
carcomidas. Lo he visto infinidad de veces. Tiene una tranquilidad su espíritu
que me ha hecho creer que sólo yo lo veo. Me ha saludado y siempre ejecuta el
acto de levantar el dedo al cielo para despedirse. Se parece mucho a Juan el
bautista que sale en la película sobre Cristo de Scorsese. Los párrafos
anteriores a éste son cosas que me dijo con su mirada.
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