Toda una bestia

Le permitieron decir cosas arrogantes y blasfemas, le dieron autoridad para actuar cuarenta y dos meses.
Apocalipsis, 13, 5

Apareció Jesús, como suele aparecer en esta clase de relatos, en mitad de una multitud enardecida que coreaba «¡Es un honor votar por Obrador!». Como había planeado no hacer mucho barullo hasta que el Juicio fuese inminente, prescindió de las trompetas, los coros celestiales y los efectos de luz que tan cuidadosamente el staff del Paraíso había preparado para la vuelta del Mesías en gloria y majestad, motivo por el cual podía fundirse entre la gente sin el menor inconveniente; su cabello largo y algo descuidado, la barba crecida y un cierto aire de desgarbo le ayudaban a pasar desapercibido entre los chairos universitarios que había elegido para camuflarse.

Al frente de aquel rebaño furibundo, de pie sobre una tarima que le permitía dominar la plaza atestada de cabezas, Obrador, un anciano de pelo blanco, tez morena y hablar insufriblemente pausado balbuceaba una arenga que encendía a quienes le escuchaban. Sin ánimo belicoso, Jesús preguntó a la mujer más próxima:

—¿Por qué les excita tanto?

Amén de la obvia sonrisa burlona que se dibujó en el moreno rostro, el Hijo de Dios obtuvo por respuesta un comentario sincero:

—Se nota que andas bien grifo, carnalito. Es de la buena, ¿verdad?

El Redentor, cuya naturaleza divina sabía de antemano las respuestas aunque dejase discurrir lo humano, decidió probar con un hombre flacucho, cuyos cabellos lacios y barba rala acusaban general y prolongado desaseo:

—¿Qué hay de grandioso en este señor?

El otro miró de reojo al Verbo y musitó sin prestarle más atención:

—Pinche güerejo pacheco. Ya te llegará tu hora, culero.

Antes de que pudiera preguntar a alguien más, sintió un huesudo dedo golpearle el hombro. Al darse la vuelta descubrió el arrugado rostro de un anciano milenario, la tez roja como grano de maiz, las encías desdentadas y del color de las plumas del petirrojo.

—Ese señor por el que preguntas —dijo el anciano en lengua de indios— es la esperanza de México. Vino al mundo para salvarnos y cuando se siente en el trono del águila, entregará a la justicia a la mafia del poder, acabará con la corrupción y el hambre, en tres días construirá una refinería que abarate las gasolinas, venderá los aviones presidenciales para darnos pensiones y subsidios y hará de México el paraíso en la tierra para nosotros, el pueblo bueno.

Dicho esto, el encorvado viejo de profundas e incontables arrugas se apresuró a gritar vítores mientras con las huesudas manos pretendía potenciar el volumen de su voz.

El Cordero, callado, en medio de aquella rugiente masa humana se fijó a lo lejos, en una acera contraria, en una hermosa mujer que lo miraba sonriente y que, con el movimiento solo de los labios, dijo: «¿Quiobo?». Jesús avanzó despacio hacia ella y cuando por fin llegó, escuchó la varonil voz que le preguntaba:

—¿Te gusta?

—Esperaba algo más…

—¿Bíblico? —interrumpió la mujer con su potente voz de macho.

—Tú lo has dicho —respondió la Palabra.

—No te engañes, Junior —siguió ella sardónica—. Te aseguro que es toda una bestia.

—Oh, ya lo creo —y tras una pausa dubitativa añadió—. Antes tentabas con refinamiento.

—Antes no te confundían con un drogadicto vulgar.

Jesús dejó escapar una risotada y se elevó hasta la morada celestial, mientras la multitud en extático trance coreaba el nombre de su mesías. Al ascender, pensaba en el diligente trabajo del Enemigo, en la increencia, en la satánica soberbia; pensó después en si el staff no había olvidado nada para el Juicio, en las calendarizaciones, en el caballo… La incursión había sido provechosa, las Escrituras se cumplían.

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