Filmografía cavernaria

Hace ya bastante, se inició una serie que, por lo laborioso, resultaba casi imposible continuar en época de quehaceres cotidianos, es decir, cuando no hay vacaciones en alguno de los duros trabajos que desempeño por lo común. Apunto estas lindezas porque nuevamente me siento impelido a escribir sobre un viejo enemigo que poco a poco me ha ganado la voluntad por la buena vía: el cine.

Por supuesto que cuando escribo cine no me refiero ni remotamente a las aberrantes producciones anglosajonas, revestidas de héroes cada vez más repulsivos y efectos que esperan suplir por lo artificiosamente impresionantes las notorias fallas en la narrativa. Así que al traer a cuento este término pienso sobre todo, por supuesto, en el eximio celuloide español, en la galana filmografía italiana, en la malograda cinematografía mexicana y otras que no miento solo por darle gusto a la brevedad.

Es así que, tras haber compuesto diversas entradas como “Toro inmortal” y la primera –mas, puedo decirlo con franqueza, ni por asomo la última aunque de momento lo contrario pareciera– edición de “Bondades del cine ibérico”, dedicada a Dieta mediterránea, hoy quiero escribir de nueva cuenta sobre una temática que poco se ha visto en nuestros días pero que constituyó todo un fenómeno fílmico en su momento: las películas situadas en la prehistoria de la humanidad.

Parece oportuno advertir que no me refiero a las películas sobre dinosaurios ni a cintas que traten de la prehistoria natural, sino específicamente las que reparan en la edad precivilizatoria, cuando los grupos humanos estaban dispersos en tribus y habitaban en las cavernas.

Esta entrada, desde ya quiero declararlo, está en deuda con el post del 12 de enero de 2017 subido en Cinetebeo, que lleva por nombre “El cine y la prehistoria”, en el que se hace una brillante revista de las películas más famosas que tratan este asunto. También he de conceder que sin el artículo intitulado “¿Eran así las mujeres de la prehistoria?” de Cine en Violeta esta humilde entrada, caro lector, cara lectora, no habría tenido felice conclusión ni aún habríase siquiera gestado en mi pecho el deseo de escribirlo. Quede aquí constancia de mi agradecimiento para sus autores y para los sitios a los que los dieron a la luz.

Pasemos, pues, a lo que nos ocupa.

El cine cavernario, quizá por las características de sus protagonistas y por la errada idea que impera sobre ellos, por lo común halla su veta más afortunada en la comedia. Cierto es que el género de aventuras y, de vez en cuando, la ciencia ficción le ofrecen asiento, no obstante, si revisamos la mayoría de las cintas que más fama han tenido, encontraremos el género cómico y su variante erótico-burlesca como el más afortunado. Conspicuos ejemplos de cine serio, no obstante, se elaboraron en las últimas décadas del siglo XX y en pleno siglo XXI, sobre eso hablaremos más adelante.

Primero conviene preguntarse dónde encontramos los primeros vestigios del cine cavernario (cine propiamente dicho, no el origen del mismo, para que no nos confundamos). Michelakis y Wyke recogen el filme de 1912, Man’s Genesis, de D. W. Griffith, como uno de los pioneros en ofrecer una visión de la Edad de Piedra, aunque reconocen que no se trata de un trabajo cómico sino didáctico-moralista, en el que el pretexto de la era antigua sirve esencialmente para aleccionar a un público encantado con el contraste analógico de un pasado plagado de anacronismos.

En 1914, Chaplin dio a la luz His Prehistoric Past, una comedia romántica enmarcada en las cavernas. En 1923, empero, apareció la que sería recordada como la cinta paradigmática de este género: The Three Ages, de Buster Keaton. Este ejemplar, lejos de ser una rareza para la época, hizo patente algo que difícilmente se pone en palabras por obvio: para los cineastas, la Edad de Piedra o, por ser más generales, la Prehistoria no fue otra cosa que un recurso narrativo, un pretexto de enmarque contextual para situar en él toda clase de disparates, ya fuesen de corte humorístico, ya fantástico, sin que existiera la menor conciencia del rigor histórico ni de la verosimilitud.

Aunado a las posibilidades imaginativas que el período suponía, los directores se dieron cuenta de que servía de perfecta excusa para la sobre-erotización, especialmente de los personajes femeninos. La idea de que la acción se desarrollaría en una época en la que los primeros seres humanos andaban semi-desnudos y carecían de las inhibiciones y prohibiciones propias del mundo civilizado permitía jugar con la difusa línea censuradora y mostrar más que carne de dinosaurio en la pantalla. Prueba de ello es One Million Years B. C. (1966), que presenta a una Raquel Welch despampanante apenas ataviada con un provocativo bikini que simula ser de cuero. Media década después, los cineastas italianos se mostraron especialmente entusiastas con posibilidades como la anterior, como lo evidencian los títulos Quando le donne avevano la coda (1970) y Quando le donne persero la coda (1972), ambas de Pasquale Festa Campanile, o Quando gli uomini armarono la clava e... con le donne fecero din-don (1971), de Bruno Corbucci.

Hasta aquí, podría decirse que, en efecto, el asunto cavernícola en el cine no ha servido sino para arrancar carcajadas y no pocas erecciones a los espectadores, no obstante, el paradigma cambió cuando apareció La guerre du feu, en 1981. Parecía que, tras décadas de ficciones plagadas de hiperbólicas fantasmagorías, finalmente se hacía un esfuerzo por presentar una historia seria y, al menos superficialmente, revestida de cierto rigor histórico. No es un documental y, en honor a la verdad, la cinta carece de bases sólidas cuando introduce el conflicto entre diversos grupos humanos varados en la barbarie por su incapacidad de producir fuego. Sin duda se trata de una cuidada metáfora que confronta la dualidad primigenia de la civilización y la barbarie, sin embargo, para ello comete tropiezos poco soslayables, como que la tribu de los protagonistas no conoce la risa o que en otras tribus existe el sexo consensuado. Pero estos fallos no pueden atribuirse por completo a la película; la novela en la que está basada tiene más de imaginación que de investigación, por lo que es natural que heredase estas concepciones erradas.

Sobre la misma línea que la anterior está El clan del oso cavernario, producida cinco años después. También basada en una novela, la cinta relata las aventuras de Ayla, una huérfana cromañona que es acogida por un clan de neandertales. De nuevo, lo que se sabe de estos grupos humanos es opacado por la fantasía, aunque uno de los aciertos fundamentales del Oso es la exploración del pensamiento mágico y ritualístico al que se ha asociado al hombre de Neanderthal.

Más recientemente, ha aparecido Ao, le dernier néandertal (2001), dramática narración de un momento clave en la historia de la humanidad: la extinción de los neandertales. Ao, un cazador experimentado y padre novel, pierde a su tribu y a su familia a causa de un furibundo oso. Solo y destrozado, Ao intenta rehacer su vida cuando conoce a una mujer moderna, Aruna. La cinta parece aspirar a un afán documentalista, pero es a todas luces una novela de introspección que, nuevamente, toma como pretexto el encuadre cavernícola para permitir que fluyan los sucesos con el mínimo de explicaciones posible.

En la actualidad, parece ser que los hombres de las cavernas ya no llaman la atención como antaño. Si bien es verdad que existen otras producciones localizadas en la Edad de Piedra, como no sean historias ridículas o excesivamente fantásticas, poco hay que pueda llamar la atención. Pesa sobre nuestros primeros ancestros un hastío por la falta de conocimiento de su modus vivendi, cualquier cosa que se salga del prejuicio en que los hemos encapsulado, invariablemente terminará desencantando, no importa si lo que se presente es más fidedigno que las preconcepciones más populares. Aún así, se trata de películas que merece la pena ver, bien porque el tema no es común en nuestros días, bien porque es parte de lo que ha configurado, aunque sea levemente, el gusto contemporáneo por cierto de tipo de filmografía que, sea o no grato al oído, ha suscitado expectativa, como por ejemplo, las entregas de Los Picapiedras o Año Uno. Cine se seguirá produciendo y, quién sabe, a lo mejor un día llega esa cinta que, sin ser un documental, rescate el género o, al menos, muera en el intento.

Vale.

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