Colaboración especial de María Luisa Deles
ME
LLEVO LA PLANCHA Y EL BURRO
Siete palabras le bastaron a Melquíades
para dar por terminada una relación que duró igual número de años. Escribió el categórico
mensaje por guats, con puras mayúsculas y sin emoticones ni signos de puntuación.
De corridito, para que Eugenia notara que esta vez no iba de broma. Así cerraba
el último capítulo con la última mujer que habría de rascarle la espalda y
parte de las corvas en el 2017. De paso, al actuar con tal premeditación, se ahorraba
el uso del corrector en línea que tanto le hacía rabiar cuando se texteaba con
su impolutamente ortográfica vieja.
––Qué hueva —pensó Melquiades—, ¿aquí se pone punto o se manda como si fuera
título? ¡A la chingada! Así que se vaya.
Y así se fue.
No estimó necesario agregar que había
echado también al auto el taladro con las brocas sin estrenar, la chamarra
nueva que ella le regaló por su reciente aniversario, el libro de cuentos que
nunca leyó y la botella de Courvoisier que se llevaron como recuerdo de los XV
años de la desgracia. A modo de despedida, le había corrido la cortesía de
quitar las sábanas en que durmió, solo y meditabundo, durante aquella semana
postrera, para depositarlas cuidadosamente en el bote de la ropa sucia.
—Que se joda lavando —susurró para sus
adentros.
También por guats le notificó que le
dejaría las llaves de la casa en el buzón y que ya luego le mandaba a avisar en
caso de que se le hubiera olvidado alguna cosa, allí sí con punto y aparte.
Eugenia escribió un aliviado “gracias”
y abandonó la aplicación. El último zafarrancho estuvo a dos de terminar con
sangre y lo menos que deseaba era abrir la puerta a un intento de reconciliación.
Pero a Melquíades se le había inflamado el apellido y quería batalla, de modo
que se arrancó con los mensajes de voz para no fallarle a las haches ni a los
acentos.
—No, si ya la veía venir. Tú ya no eras
la misma desde hace tiempo. Habrás conocido a alguien o no sé, pero esto ya me
lo olía. Y yo tengo la culpa. Después de que acepté que cometí un error “provocado
por ti”, tú no fuiste capaz de reconocer que en la fiesta me trataste muy mal
frente a tus amigos. Si hasta me manoteaste cuando te quise sacar a bailar, aunque
ya ni te acuerdas. Tenías que haber entendido que eso me hizo enfurecer y, ya
con alcohol encima, pues no supe controlar mi enojo. Pero en fin, esa
humillación que dices haber sentido yo la viví muchas veces y, sin embargo,
aquí estoy. Un ejemplo palpable fue la última que me hiciste… ¡Y en tus cinco
sentidos! Pero ahí te la dejo. Lo que te dije ese día no fue verdad. Nada.
Estaba muy alcoholizado. Ahí quedará, y ni modo. Para que me sirva de
experiencia y no ande haciendo tonterías… Pero si no sé cómo fui a caer… Deja
que me organice y el sábado saco mis cosas y ya te aviso, ¿sale?
Ella escuchó dos veces el audio. En
efecto, no recordaba el momento en que Melquíades la había sacado a bailar y
mucho menos lo del manoteo, pero dudó… Sí se acordaba, en cambio, de que,
aprovechando una ida del hombre al baño, se puso a bailar con los papás de la
quinceañera en el templete que levantaron en el jardín, pues la banda de
treinta y cinco integrantes tocaba a todo meter al amparo de los fuegos
artificiales. “Es música de nacos”, decía Melquíades, intolerante del sonsonete
de la tambora. Se hacía el occiso mientras Eugenia le enviaba señales meneando
los pies bajo la mesa. Pídeme perdón,
cantaban los del contrato, porque no
imagino cómo luces de rodillas…
—Tan fácil hubiera sido que me lo dijeras
desde hace tiempo —continuaba Melquíades en un segundo mensaje de voz––. Nada
más te estabas haciendo medio güey, porque no es de ahorita. Has de haber visto
a alguien… Tu forma de actuar y todo eso ya estaba muy raro, pero, bueno... Eso
le pasa a uno por pendejo… A mí más que a nadie. Me regreso a mi casa y ni
modo. Me regreso a mi casa, de donde nunca debí salirme, y pues hablo con mis
hijos y ya. Hablo con ellos y con Elena, claro, y pues ni modo: si tengo que
volver con ella para que mis hijos estén bien, pues regreso, que te quede
claro.
“Ya te dejé las llaves en el buzón. Ahora
sí: conseguiste lo que tanto querías. Hasta el final demuestras tu soberbia y
tu incapacidad para aceptar culpas, Eugenia. Te lo digo en serio. Las puertas
que rompí, el piso que estrellé, los gritos y las palabras fuertes, fueron tu obra. No lo voy a aceptar nunca y, si
te hace sentir bien, di que terminamos por mi “violencia”, pero será una mentira
más en tu historial. Esto terminó por tu forma de ser, siempre viéndome para
abajo. Y sí que tienes memoria corta, porque todo lo que se rompió tú lo provocaste.
Piensa y recapacita: por eso estás sola; por eso nadie se queda contigo; ¡eres insufrible!
Antes de cumplir la novena, y de que
Eugenia le parara la cruz al amor difunto, Melquiades cambió su foto del guats.
Una sonrisa casi perfecta lo mostraba sentado en la banca de un parque muy
verde, con las manos cruzadas sobre el pantalón caqui, la camisa azul cielo y
el bonito reloj Armani, regalos todos de ella. Qué feliz puede ser un hombre que
se conforma con una plancha y un burro.
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