El
gobernador de Puebla repasaba un discurso en su despacho cuando su secretario
asomó por la puerta.
—Licenciado —musitó el subalterno, sapiente
de cuánto disgustaban a su jefe las interrupciones—, disculpe la molestia, pero
tenemos una situación.
—¿Qué sucede, Anaya?
—Es sobre el ciclista atropellado…
El mandatario exhaló con fastidio.
—¿Qué hay con eso ahora? El
responsable está en la cárcel y ya ordené colocar protecciones en la ciclovía de
Hermanos Serdán. ¿Qué quiere la familia? ¿Más dinero?
—No, señor, no es eso…
—¿Entonces?
—Pues… Parece que metí la pata:
anoche lamentamos su muerte en un comunicado y… Bueno, hace unos minutos
llamaron del Hospital Ángeles para informar que su condición mejoró y se
recupera satisfactoriamente.
—¿Estás diciéndome que publicaron
las condolencias sin confirmación de que estuviera muerto?
—Sí, licenciado, pero los médicos ya
lo habían desahuciado y estaban seguros de que…
El gobernador le ordenó callar.
—¿Sabes que mis rivales están pendientes
de cualquier error para descalificar mi candidatura a la presidencia?
—Estoy al tanto y asumo completa
responsabilidad. Ya preparamos un nuevo comunicado que adjudica el malentendido
al hospital y a mi equipo. Esta misma tarde se publicará junto con mi renuncia.
El gobernador cerró los ojos y
masajeó sus sienes. Buscaba, a prisa, otra solución al vergonzoso escenario.
Mientras tanto, el subordinado lo contemplaba nervioso, seguro de que en cualquier
momento estallaría en un altisonante regaño. Desesperado por salvar el pellejo,
se atrevió a plantearle un segundo plan de contingencia.
—Licenciado —dijo—, en realidad hay una
alternativa: si ya dimos al ciclista por muerto y la gente no sabe que aún
vive, ¿por qué no…?
—¿Lo matamos? —interrumpió el
mandatario—. ¿Crees que no lo pensé ya? Una salida fácil, sin duda, pero es
reto del oficio político adaptar las circunstancias a conveniencia propia y,
puesto que soy hombre de ingenio, justo se me ocurrió cómo hacerlo. Presta
atención, Anaya: contacta al hospital y asegúrate de que no abran la boca; si
es necesario encerrar a alguien, enciérralo. Para la opinión pública el
ciclista está muerto y no vamos a desmentirlo. ¿Entiendes? Luego, trae aquí a
los familiares sin que nadie se entere. Para que esto funcione debemos actuar
con sigilo.
—Claro que sí, licenciado, pero…
—¿Sigues aquí, Anaya? ¡Mueve el
trasero y haz como te ordené!
El secretario, sin deseos de
disgustar más a su jefe, obedeció. Cuando por fin descubrió de qué iba la
treta, le faltaron adjetivos.
No se desmintió, pues, la muerte del ciclista, y al día siguiente su
familia se dio cita en el Panteón Municipal para enterrarlo. Los acompañaron
decenas de personas, entre ellas reporteros, activistas rabiosos contra la
deficiente planeación urbana, y dolientes pagados por el gobierno estatal. Al
finalizar la ceremonia, el sacerdote al frente de la congregación trazó una
cruz en el aire y el féretro comenzó su descenso hacia la fosa. Nadie imaginaba
que el muchacho al interior de éste vivía; mucho menos que ya saboreaba una pequeña
fortuna.
—¡Un momento! —irrumpió una poderosa
voz.
—¡Pero si es el gobernador! —señaló uno
de sus infiltrados.
Vestía el mandatario holgadas
prendas blancas. Con el sol detrás suyo, parecía irradiar deslumbrante halo.
—¡Esperen! —exclamó al abrirse paso entre
el grupo—. No lloren, que el chico no está muerto.
Se acercó al ataúd y levantó la
tapa. Dentro, el ciclista yacía sereno, sus ojos cerrados.
—El chico no está muerto
—prosiguió—. Sólo está dormido…
Entonces extendió los brazos por
encima del cuerpo y alzó la voz:
—¡Levántate y anda!
Acto seguido, el muchacho abrió los
ojos y se incorporó, presa de una convincente desorientación. El asombro se
hizo latente y, cuando el gobernador le ayudó a salir del cajón, se elevó de
entre la multitud un grito:
—¡Milagro!
De inmediato otras voces compradas
hicieron coro, y pronto aquello fue un multitudinario canto:
—¡Milagro! ¡Milagro! ¡Milagro!
Entre la confusión y la euforia, el
gobernador hizo que cámaras y micrófonos recogieran el momento en que la madre
le agradecía la resurrección de su hijo.
—Realmente eres el gobernador de
gobernadores —dijo.
—¡Milagro! ¡Milagro! ¡Milagro! —no
cesaba la gente.
En los diversos medios del estado se
habló de la faena, que por la noche llegó a todas las redacciones y noticieros
del país. Por doquier habían comentarios de admiración, y aunque sobraron
cuestionamientos, se impusieron los primeros. A la mañana siguiente, cuantiosas
primeras planas referían al gobernador de Puebla como “El divino”, y hacia el
fin de semana encabezaba las encuestas de preferencia rumbo a la elección
presidencial. “¡Si puede revivir a los muertos, puede revivir a México!”,
afirmaba su eslogan de pre campaña.
Aleluya.
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