Isaura y el Presidente.

-¿Recuerda el escándalo de La Paz, señor Presidente?
-Es usted una mujer muy bella, Isaura, ¿por qué me habla de eso y no dice nada de mis halagos?
-No me diga esas cosas; me sentiré importante y grande, y no lo soy. 
-Lo es, estoy seguro. 
-Usted me distrae con alabanzas y yo que quiero tener una conversación seria con uno de los hombres más importantes del mundo, en este momento. Pero es casi imposible. ¿Le pongo un poco más de vino?

-Si es tan amable. Se lo agradezco. Ese vino es de mis favoritos, ¿cómo lo supo usted? Yo no he hablado de eso con mucha gente. 
-Cuando una mujer quiere llegar a un hombre, es capaz de lo que sea. No es difícil ver la cara de satisfacción cuando, a veces, lo encuentro en algún restorán tomándolo.
-Yo también la observo a usted.
-Lo he notado, señor Presidente.
-Cuando me dice eso, así, señor Presidente, me hace sentir anciano, decrépito. Y lo estoy, para mi edad, estoy más acabado de lo que debiera. Esto de ser presidente es muy cansado. No porque hagas mucho, sino porque de hacer, sólo estás corriendo para llegar a lugares a firmar y saludar y luego resulta que aprobaste una ley que dio al traste con todo. Pero no hablemos de política, mi vida es la política y usted diciéndome señor Presidente... Quisiera disfrutar de otro tipo de charla al lado de una mujer tan bella y encantadora.
-Es curioso el sentimiento que despierta cuando me dice esas palabras, porque las siento honestas. Mi pregunta sobre si recordaba lo que había sucedido en La Paz es porque es una historia que me gustaría contarle, sobre mi persona. Claro, si le queda a usted tiempo. 
-Aquí estamos hablando, claro que hay tiempo, por eso hicimos la cita... La siento un poco incómoda, ¿está usted bien, Isaura? 
-Todo bien. Es solo que me acongoja el recuerdo. Salud por la oportunidad de charlar, que falta nos hacía desde hace algún tiempo.
-Lo mismo opinó, ¡madame!
-Gracias, señor... Permítame ponerlo en contexto: Cuando las fuerzas armadas se desplegaron por la plaza de la Paz aquella tarde de Abril, Juan, un muchacho estudiante de medicina que decía que quería regresarle a la vida el privilegio de vivir curando enfermedades, fue muerto por la bala de un soldado, cuando caminaba por una calle rumbo al hospital donde haría su primer guardia. Murió desangrado, pues además la revuelta no permitió que nadie supiera o pudiera ayudarlo. Juan era mi hermano.
-Siento mucho todo lo que pasa con el país, Isaura. Nos cobra vidas inocentes todo el tiempo. 
-Lo importante no es eso, señor Presidente.
-¿Qué es lo importante, Isaura?
-Lo importante es cómo son olvidados los personajes que de verdad valen la pena recordarlos y recordados (aunque no siempre), los que debieran ser condenados al olvido. Como usted, por ejemplo, que seguramente será recordado. 
-Y, ¿yo por qué seré recordado…? Según dices sobre mí… Pero mejor siga con lo que me venía diciendo de su hermano.
-Que él es uno de los que deberían ser recordados y usted olvidado.
-¿Cómo me dice esas cosas, Isaura? Me hace sentir incómodo. Aunque le concedo que su hermano debería ser recordado, yo…
-Un poco del dolor que sentimos de ver tirado a mi hermano, desangrado, no creo que se compare con lo que usted siente en este momento.
-Debe entender, Isaura, que no todas las decisiones pasan por mis manos. Ahora mismo no recuerdo el conflicto central de ese evento, solo recuerdo vagamente la muerte de un puñado de personas. Entre los que seguramente se encuentra su hermano. Lamento mucho lo sucedido, Isaura. ¿Era de esto de lo que quería hablarme? 
-En realidad no esperaba hablar mucho, pero sí, era de esto y de otras cosas. 
-¿Qué otras cosas? ¿Señora?
-Que no fueron un puñado de personas. Y el solo hecho de decirle puñado ya resulta apremiante.
-No me lo tome así, es con el afán de describir a lo que podrían ser 10 o 20 personas. Tenga en cuenta que, como Presidente, se habla de muchas muertes todo el tiempo, vivimos rodeados de ella. 
-Por fortuna, señor Presidente, así es. Esta noche celebramos que lo podamos aclarar. 
-Tome un poco de vino, Isaura, la siento alterada. O un poco de agua. Le sirvo. 
-No se moleste, estoy bien, es verdad que traigo el pulso acelerado, pero ingerir algo solo me pondrá peor. También yo soy un ser despreciable.
-¿También?
-Usted ordenó que el ejército interviniera y acabara con los revoltosos, que cualquiera que no acatara la orden de detenerse, lo mataran como perro. 
-¡Pero por Dios, Isaura! ¿Cómo dice usted eso? ¿De donde lo saca? 
-Más le valdría que dejara de engañarse solo, señor Presidente. No queda tiempo para mentiras nuevas, ni espacio, en esta vida tan corta, para construir un país al antojo propio, como el suyo, rodeado de todo tipo de lujos.
-Bueno, soy el Presidente.
-No me refiero a la comodidad sino a otros lujos, como el lujo de la vida. De poseerla y darla.
-Solo Dios da la vida. 
-Y usted la quita. Esto no es por mí o por mi hermano. Esto es por todos.
-¿A qué se refiere? Sea más explícita, me está alarmando y no quisiera tener que llamar a seguridad. Usted es una persona cabal, Isaura.
-Yo también pensaba eso. Pero veo que no, cuando naces entre la mierda no hay forma de no mancharte. Y si ya uno tiene el destino manchado, lo mejor será utilizarlo a tu favor.
-¿De qué me está hablando, Isaura?
-De esto que nos acontece, a usted y a mí, yo llamándolo miserable y usted recibiendo mis insultos porque sabe que ya no le queda nada.
-¿Cómo que no me queda nada? Tengo una familia y un deber, ¿por qué dice que no me queda nada? 
-Porque no le queda nada, ni todo el poder, ni todo el dinero, ni toda la influencia de su palabra, ni su... siéntese, señor, está usted sudando, le sugiero que se siente. Le decía, ni su persona se presentará más a ningúna audiencia. No será nunca más lo que una vez fue.
-¿Qué pretende hacer, Isaura?
-Ya está hecho, señor Presidente. Ya nos vimos, ya le dije lo que pasó con mi hermano y las otras 42 personas, ahora le toca el turno a usted.
-¿Qué quiere decir? 
-Su vino preferido, señor Presidente. Las cosas que más nos gustan son aquellas que nos conducen a la perdición, a mí me gustaba la política y la vida activa del Estado, y míreme aquí, en la antesala de una larga espera. 
-¿Me está diciendo que usted puso algo en el vino?
-Yo no lo puse, lo puso usted. Le sugiero que no se levante o podrá desvanecerse. De hecho, creo que ya ni siquiera tendrá fuerzas. Pero es mejor que no lo intente.
-¡Desgraciada!
-Desgraciado usted. Procure no vomitar porque le arderá y le destruirá el esófago. Sería mejor que se acostara a esperar, solo le dará más sueño. O intente salir y desangrarse en el pasillo, y que así lo recuerden, señor Presidente. Buenas tardes, que descanse. 





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