El tiempo no muere. ¿O sí?

Cuando pensamos en el tiempo, vienen a nuestra cabeza muchas ideas; desde un reloj, hasta el momento determinado en el que tiene que acontecer algo (es tiempo de irnos). Y, pasando por las circunstancias que nos rodean en nuestro contexto emocional, (tiempo de amar), llegamos, finalmente, a la concepción de aquello que contiene al todo: El tiempo en el que suceden todas las cosas.


Haciendo un alto para analizar esta cuestión del todo contenido en el tiempo o del tiempo contenido en el todo, debemos preguntarnos primero si en el tiempo cabe todo. Todas las cosas que no son tiempo, ¿están contenidas en él? Nos parece que sí, que el tiempo afecta a todo, a la vida, a la luz, al cosmos. Al menos, no hay nada que conozcamos a través de la ciencia que no sea afectado por el tiempo. Si nos referimos a un Dios creador (o cualquier otra cosa de la que la ciencia no dé cuenta), entonces Dios no es afectado por el tiempo; pero si hay dios, Dios lo es todo, los hombres, la tierra, todo (que ese no es el tema, porque estamos hablando del todo que conocemos, no del todo que intuimos). Pero si Dios es todo y, desde nuestra perspectiva es afectado por el tiempo porque el tiempo nos afecta a nosotros y nosotros somos Dios, entonces, ¿Dios es afectado por el tiempo? Sí y no, o depende. O es relativo. Porque siendo Dios parte del todo, el tiempo lo contiene, pero siendo Dios todo, él contiene al tiempo y el tiempo es él, un presente constante sucedáneo que deviene en un millón de hubieras. 

Si bien habrá quien diga que conoce a Dios, habrá quien lo desdiga. Y, aunque pasa lo mismo con la ciencia, que afirma cosas que luego corrige, lo hace, cuando menos, con base en un análisis que es viva característica del hombre, (para quien se requieren todas estas respuestas) a fin de no perderse del conocimiento y limitarse solo a vivir, como lo hacen el resto de los animales. (Que quizá poseen el verdadero conocimiento, como si los hombres fuésemos sus hijos y ellos, educándonos -pues saben que la consciencia es el fin supremo de las cosas-, nos dejan hacer, dejan matarse por nosotros y que la historia nos enseñe -con su ejemplo- ese conocimiento que necesitamos para vivir: Conocimiento que para tal efecto –vivir-, no necesitamos). 

Pido disculpas por este resbalón en el tema de los animales. Antes nos faltó decir que el todo también debe contener al tiempo (pues no puede haber un todo y luego un “aparte del todo”); con lo que nos viene bien decir que el tiempo y el todo son la misma cosa, porque el todo, siendo un todo, no puede estar contenido más que en una sola cosa: en sí mismo, so pena de estar en otra cosa con lo que deja de ser el todo. El tiempo, por su parte, puede no afectar al todo en su concepción general, al menos es una característica suya –del todo-, característica que identifica sólo el hombre (al parecer) sobre el todo. Pero, para poder asignar los tiempos que para nosotros son del lenguaje cotidiano, como un día, un siglo o millones de años, habría que dividir el tiempo (todo) entre todos esos eventos para saber cuánto dura el todo. Y nos damos cuenta de que el todo dura todo el tiempo, el que ha sido y el que será. 
En otro momento hemos dicho que el pasado no existe, que solo es el recuerdo de la luz, que el futuro solo será la forma que tendrá la energía cuando siga cambiando, hemos dicho, además, que el tiempo es uno solo, constante, cambiante y que el hombre solo es una mancha que aparece y desaparece y, en ese tiempo, da constancia de ello. Pero si el tiempo (todo) que abarca todas las cosas, nos contiene como un momento en su historia, es porque no puede parar, porque el movimiento es el motor de las cosas, no tanto como causa –que también- sino como consecuencia. Ese acto inicial ha recibido el nombre de Dios, y se le han atribuido características y bondades, se le ha diseccionado de su propia naturaleza del todo refiriéndolo al bien supremo, alegando la ausencia de Dios como el mal. Pero ese es otro tema aparte. Luego explicamos porqué no es importante que Dios exista. Solo baste decir que a Dios se le dividió, del mal, el bien; y pasó a ser protagonista de una historia en donde hay un antagonista que, junto con él, integrarían el todo, que, en consecuencia, lo hace no serlo –ser el todo-. Eso, o Dios es el bien y el mal, porque, como el tiempo, parecen relativos: Ese chorro de energía sucediendo todo el tiempo, el bien y el mal, la luz y la oscuridad; constante, cambiante y, sea o no perecedero y con ello inmortal, -perecedero de formas, muriendo todo el tiempo como el trigo o como las estrellas, muriendo y renaciendo-, ese chorro de energía, decimos, el hilo de sucesos al que hemos llamado vida. 

Ahora bien, el tiempo del hombre, (recordemos que es relativo), es como la línea trazada con una pluma en una hoja blanca sin bordes. La pluma traza una línea que puede revisarse (en su pasado) acerca de cómo fue, pero no cómo será. Se puede programar un trazo, se puede destinar una curva, pero no puede asegurarse que suceda. Y menos, el resultado final en conjunto con todo lo que ya se ha rayado o escrito. Es decir que, si quisiéramos ir al futuro, solo adelantaríamos los sucesos, no habría forma de ver la línea rayada sin haber sido rayada. Además, está otra cuestión, que en el evento infinito de sucesos (aunque suene redundante, llamemos –para este caso- sucesos a los asuntos que acontecen y evento a lo que sucede todo el tiempo), creemos que es la pluma la que se desplaza sobre el cuaderno, sin tener en cuenta que podría ser el papel el que se moviera debajo de la tinta. Como en un electrocardiograma. Nosotros somos las tintas; el papel es el mundo, la historia; y el movimiento es el tiempo, que empuja y sucede y le da sentido a todo pues sin moverse el papel, la tinta, vibrando, solo haría una pequeña línea sin sentido. El movimiento lo es todo. Moviéndose la línea, el papel está estático, o quizá se mueven las dos, en cualquier caso, la tinta un día dejará de pintar. Como la flor que deja de brillar. Y quizá un día el papel deje de caminar, como dejará de existir la tierra.


Y solo por todo eso, el hubiera sí existe. Pero esa es miel de otro panal en el que ahondaremos luego, igual de dulce y aterrador de tocar. Resta decir que el constante devenir, sin presente, sin pasado, sin futuro, solo es la promesa de que seguirá sucediendo hasta que no podamos dar más cuenta de ello. No ser más testigos de lo que acontece y quedarnos con la insólita seguridad de que seguirá habiendo testigos, pero de que, al final, nada importa si lo que yo sé nadie más lo sabe, eso me convierte en algo que no es ser hombre, en morir como hombre, porque, aunque no creo en la inmortalidad del alma, creo, por una parte, que morimos de lo que somos, no de lo que no somos. Por eso la estrella muere de su helio, pero no de los elementos químicos que se generan después de su muerte, en el gas que el helio y el hidrógeno se convirtieron; como el hombre muere de su vida, de su movimiento, no de su cuerpo que, aunque perece y al final se pierde, no puede perderse sino disuelto entre las cosas todas. Lo mismo pasaría, probablemente, en el mundo del espirito, si es que existe: Que se disuelve entre todos los espíritus de todas las cosas que los han poseído, como el cuerpo, se disuelve en el mundo que contiene a todas esas cosas que han sucedido y que tuvieron un cuerpo. Nos disolvemos en el todo, y en el tiempo. Y lejos de ser algo, apenas somos una nada que atestigua su pequeñez, su insignificancia y, por ello mismo, su importancia como cosa única a la que apenas le queda tiempo porque la muerte, que es segura, se acerca para todos. Y quizá también para el tiempo, ¿cómo saberlo?

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