¡Billy Zane no lo salvará del tráfico!


Estaba atorado en el tráfico de Avenida Guerrero. Aunado a que ésa siempre es una zona complicada en hora pico, a un infeliz se le había descompuesto la máquina justo en la rampa que conduce al Puente Corregidora, y los automóviles que intentaban cambiar de carril y aquellos que se los impedían sólo contribuían al caos. Cuento de nunca acabar. Estaba cansado tras un día duro en la oficina y, aunque deseaba llegar a casa cuanto antes, sortear este embotellamiento me tomaría, cuando menos, cuarenta minutos. Aferré las manos al volante y subí el volumen a la música: en esos casos no queda más que resignarse. Sin embargo, de repente todos comenzamos a avanzar y muy pronto estuve cerca tanto del sitio del percance como de una calle que podía sacarme de allí y llevarme a mi destino. ¿A qué se debía este súbito cambio de marcha? No tardé en descubrirlo: varios metros más adelante un hombre organizaba el flujo vehicular. Con singular dinamismo ayudaba a que todos rodearan el coche descompuesto, apresuraba a aquellos automovilistas fisgones que se detenían y se aseguraba de que aquellos que tomarían el puente no estorbaran el paso de quienes no. Cuando estuve más cerca y pude ver su rostro, éste me resultó tan familiar que bajé la ventanilla para asomar y cerciorarme de que no lo confundiera: era Billy Zane, el actor de Hollywood. ¿Qué hacía la estrella de Titanic y The Phantom allí, en medio del tráfico de las siete? No tenía idea, pero nos había ahorrado mucho tiempo a todos los que circulábamos por allí.

            “No cabe duda de que también es un héroe fuera de la pantalla”, pensé.

            Mas una máxima universal dicta que cuando las cosas van demasiado bien, sin falta algo estropeará todo, y aquella tarde no sería la excepción. Cuando ya veía cercana la desviación que me llevaría a Bulevar Colosio y a mi hogar, unos golpes en la portezuela me sobresaltaron. Volteé para descubrir que se trataba de mi amigo, el señor Pereira, a bordo de su bicicleta. Sonreía como hace cada que trama algo en mi contra.

            —¡Billy Zane no lo salvará del tráfico! —me dijo, y pedaleó hasta donde el actor dirigía los coches—. ¡Eh, Zane! —le gritó—. ¿Cuándo fue la última vez que estuviste en una película? ¡Eres un fraude! ¡Tu carrera está acabada!

            Al escuchar esto, la carismática sonrisa de Billy Zane dio paso a una amarga mueca. Fue como si las palabras del señor Pereira le hubieran encogido el corazón. Entonces dejó de dar indicaciones a los automovilistas y, presa de la congoja, fue y se encogió en posición fetal a la orilla del camino. Sin él para guiarlos, los conductores pronto retomaron sus barbáricas costumbres y, en cuestión de segundos, el flujo ordenado se convirtió en el alboroto típico de aquellas horas. La desviación que antes viera tan cercana, de pronto estaba muy, muy lejos.

            —¡Billy! —grité por la ventanilla—. ¡Regresa por favor! ¡Te necesitamos para salir de aquí! ¡Billy!

            Pero el actor estaba demasiado inmerso en la autoconmiseración como para escucharme: se había hundido igual que el Titanic.

            Entonces el señor Pereira de nuevo zigzagueó entre los coches hasta mi ventanilla.

            —¡Se lo dije! ¡Billy Zane no lo salvará del tráfico! ¡Disfrute del embotellamiento!


            Y dicho esto pedaleó veloz entre aquel río de luces amarillas y rojas hasta perderse de vista, mientras que yo me quedé allí varado, muy lejos del descanso que anhelaba, otra media hora.

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