El homúnculo de las pesadillas

Colaboración especial de Oswaldo Calderón Domenico


Súbitamente me he dejado caer en la profunda aventura de los sueños. Voy a vagar y merodear por los parajes de milenarias experiencias, a donde los magos, los locos, los mortificados, los moribundos, los desesperados, los cansados, los enamorados, van a encontrarse con sortilegios y deseos inconscientes. Donde todos los rostros son sombras sólo reconocibles por mi espíritu etéreo y mortal. Allí donde escucho a los elfos en su canto de adoración a las estancias oníricas, acompañados de leones que han dejado la carnalidad, para transfigurarse en la fiereza de las llamas y en su rugido dejan escapar brasas incandescentes que envuelven a los astros. Allí donde me dejo tragar por el meta-universo.

Me encuentro entonces en la estadía de los caprichos de los sueños. Y como poeta o un esteta de los periodos de los albores del romanticismo, me insinúo al incierto recinto que tomará poseso a mis deseos vulgares, armoniosos y hasta enfermizos.  En esa tierra de misterios, en donde la luz y la lobreguez intiman como buenos camaradas, me encuentro cada vez más perdido y alejado de mi buena razón.

Atentos bien acerca de adonde fui a parar esta vez, volcado en un imprevisto cambio hacia la bestialidad de mi subconsciente. La fantasía ha sido cruel, y ha trastocado mi calma hasta llevarla a los estériles campos de mi desolación humana. He sido violentamente puesto ante los aposentos del homúnculo de mis pesadillas. Esa ingente masa de carne amorfa ha devorado ya por mucho tiempo a todos mis avatares, a mis proyecciones puras e impuras. Ha emergido este monstruo de la aridez de mi humanidad, de las cavernosas profundidades de mi reprimida carnalidad, del hambre de existencia por permanecer largo tiempo en la prisión del resentimiento. Puedo ver bien a esta carnosa manifestación de mis insanas tribulaciones, proyectando su imperioso dominio. Sí, este homúnculo es ahora rey de las ruinas del ímpetu y declara que su reino es vasto. Ha llegado con veintiséis rostros, con cuarenta bocas y media centena de brazos, con medio minotauro incrustado en la carne, con violentos corceles pelados y pegados a su piel; luchando por mover a toda la bestialidad presente, media docena de ancianos, extremidades dotadas de colosales músculos, fauces de todo tipo, ojos de todo tipo, horrendos gritos y chillidos de todo tipo, lenguajes de todo tipo, altares y crucifijos de todo tipo. Mirarme, pues, frente a esa bestialidad del surrealismo, de esa esencia ilógica, de esa manifestación de la lucha por la unidad y la simplificación de las cosas, donde converge la antítesis de la diversidad de todas las cosas. Lucho por preservarme vivo ante esa tribulación de interpretaciones, con lo opaco de mis ideas, con la humildad de todas mis expresiones y el regocijo de todas mis blasfemias. Sin embargo, voy y me pierdo de nuevo en esa masa de la unidad. Me absorbe, me devora y de nuevo acaba con mi avatar onírico. El homúnculo de las pesadillas, la glorificación de mi pensamiento, de mis miedos, de mis enfermedades, se ha alimentado otra vez de uno más de mis deseos.

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