Hace un par de semanas prometí disparar mi cañón excrementicio contra la más reciente producción animada de Netflix, Castlevania; sin embargo, por motivos varios fue necesario que retrasase tan justa entrega hasta estas fechas. Uno de los principales motivos es que la serie está basada, aunque sea con vaguedad, en la exitosa franquicia de juegos de video homónima, lo que me ha llevado a cuestionar si varios de los errores aquí compilados deben atribuirse, sin mala fe, a la serie o al modelo que sirvió de inspiración. Tras meditarlo con cuidado, pareciome más prudente distinguir, o a lo menos hacer el intento, entre aquellos elementos que se calcan del juego de los que parecen genuina creación de los dibujos animados. Téngase en cuenta que, en realidad, ambos productos meten la pata polifémicamente, por lo que más que dispensar a uno u otro, tocará tirar más sablazos cuando así sea de menester, sin que el título oficial de la entrada haga fuerza en mí para centrar la atención nada más en lo animado. Por lo anterior, y por el hecho de que me estoy metiendo con algo que al vulgo en general agrada mucho, escribo consciente de que este post puede acarrear la ira cibernética y sus muchas secuelas a este humilde espacio, lo que me dará harto solaz por mucho tiempo, pues tal es mi objetivo. Huelga decir que no leerás, caro visitante, una inocua reseña sino una inicua crítica, así que, quien no haya visto los cuatro capitulillos de la temporada primera, después no se queje de que aquí se revelan aspectos importantes a la trama. Quede la única advertencia y comencemos.
Fechas, conceptos y personajes
Lo primero que vemos al iniciar la serie es, cómo no, un simpático bosque de empalados, lo que es una clara alusión a la macabra práctica que hizo célebre al vaivoda Vlad Draculea, sobre quien volveremos bien pronto más adelante. Además un letrero genérico nos avisa que estamos en Valaquia, en el año de 1455, es decir, poco antes de finalizar la Edad Media, según algunos autores. A los pocos segundos una nutrida colonia de murciélagos superdesarrollados puebla el cielo amarillento del crepúsculo. La brillante hoja de un puñal atraviesa a uno de los quirópteros en pleno vuelo y vemos a uno de los personajes más importantes, aunque para nada protagónicos, de la serie y de los juegos, Lisa de Lupu, quien llama a las puertas de un imponente castillo mecanizado. Dentro, en lo que parece más una estancia diseñada por Hans R. Giger que por cualquier alarife de la Europa oriental, la espera Drácula Tepes, quien además de vampiro es poseedor de una ciencia benévola y verdadera que puede ser la cura contra la superstición y el pensamiento mágico que someten a la humanidad desde los púlpitos —porque, claro, los vampiros no son seres fantásticos salidos de esa misma mentalidad supersticiosa que, según este postulado, sí parece haber engendrado a Dios; no, los vampiros son realidad científica pura y dura, gente, pregúntenle a Richard Dawkins. Desde aquí podemos empezar a cortar bastante.
Drácula y Lisa se encuentran por primera vez, a los 2 minutos 18 segundos de iniciado el primer capítulo.
En primer lugar, el año. De acuerdo con la cronología de los juegos, estas primeras escenas se desarrollan veintiún años antes de Castlevania III: Dracula’s Curse, entrega que vio la luz en 1990. En este sentido, podría decirse que la animación elabora una suerte de prólogo que explicaría los acontecimientos de dicho título. Independientemente de que los juegos no salieron en orden y cada entrega era una nueva analepsis o prolepsis en la historia, algo que alabaré antes que censurar, hay un error insoslayable en cuanto al personaje de Drácula. Por descontado ha de darse que no es el villano ideado por Bram Stoker, sino que es un híbrido entre una serie de concepciones muy manoseadas alrededor de la figura del vampiro y varios atisbos de personalidad que se atribuyen a Vlad Draculea. Dicho lo anterior, conviene aproximarnos más a éste para entender dónde yerran tanto los juegos como la serie; en ambos se nos muestra a un Drácula ya vuelto vampiro que repudia a la especie humana; es un ser poderoso en lo que respecta a capacidades sobrenaturales, pero parece carecer de importancia política; no es conde ni príncipe del mundo humano, a pesar de que está instalado en él. Fuera de la ficción y del universo vampírico, 1455 es un año de posible referencia, aunque de nula importancia; Vlad Drácula o Vlad «Tepes» había ascendido al trono valaco por segunda ocasión en 1456, luego de largas luchas contra traidores, parientes y enemigos de la fe. Ni siquiera podemos concederle a la serie el tino de colocar, un año antes, la residencia del vampiro en Tirgoviste, en lugar de la tradicional Transilvania, porque no fue sino hasta que recuperó el trono que trasladó la capital valaca a la primera ciudad citada. Por otra parte, si hay quien quiera defender la tesis ocultista de que se habría entregado al vampirismo en vida, difícilmente puede sostenerse que esto ocurriera, sobre todo porque mientras vivió se dedicó a defender la fe cristiana con ahínco fanático e investigaciones recientes demuestran que, lejos de morir como reza la leyenda, sí tuvo entierro cristiano en Italia, distante de su patria y del poder que le permitiría coaccionar a la Iglesia para ignorar voluntariamente su presunta apostasía.
El asunto de la ciencia tampoco puede pasarse por alto. Es claro que la palabra se usa a la ligera y, por supuesto, con la carga excepcionalmente absurda que le atribuye la mentalidad dogmática contemporánea. Me explico mejor. En la actualidad impera un dogma cientificista que poco o nada tiene de científico; a la antigua magia, con sus explicaciones increíbles, se ha superpuesto una idea mecanizada, carente de toda explicación comprensible, pero maquillada de racionalidad, con lo que los ignorantes de nuestro tiempo quedan muy conformes aunque se les esté dando la misma gata pero revolcada. No se malinterpreten mis palabras, el desarrollo científico nos ha traído innumerables comodidades y beneficios, no obstante el vulgo de a pie —en buena medida, quienes consumen los productos que aquí estamos criticando— no se entera del quehacer científico, de lo que implica ni de sus deficiencias, entre otros aspectos. Basta echar un vistazo alrededor y ver cuántos partidarios de la corrección política en materia de ideología de género abundan por ahí, dicha ideología es por entero contraria a la ciencia, específicamente a la Biología, pero el vulgo lo mismo la defiende como defiende que la ciencia lo explica todo porque de ninguno de ambos conoce un ochavo. La ciencia es mucho más que engranes chirriantes, tubos de ensayo y luces de neón; no obstante aproximársele exige muchas lecturas y una mentalidad abierta a debatir, no a emitir la única verdad universal. Por supuesto, pedir que el grueso poblacional comprenda esto es exigirle peras a un olmo que no ha sido genéticamente modificado para producirlas, así que no vamos a despotricar contra quienes se sientan en la comodidad de disfrutar los absurdos binomios vampiro-científico y cristiano-supersticioso. El caso es que la serie no aplica bien el concepto de ciencia ni en su contexto (la Europa medieval) ni fuera dél (la contemporaneidad).

Inverosímil debate sobre el asunto de la ciencia y los beneficios para la humanidad, dentro de un castillo steampunk en pleno siglo XV. Súper científico y cien por cien atinado históricamente.
Durante el Medioevo el concepto de ciencia no era desconocido ni estaba prohibido, como muchos ignorantes aseguran sin fundamento, por la Iglesia —hablamos, por supuesto, de la católica romana. De hecho, la propia Iglesia fue promotora de la generación de conocimiento del continente durante ese período y por muchos siglos después, al grado que aún hoy se preocupa por fomentar una educación científica genuina por medio de misiones, seminarios y universidades en toda la extensión de la palabra.
A finales del siglo XV, el término ciencia designaba a un tipo de conocimiento que no reparaba en lo contingente, es decir, no buscaba la comprensión de lo efímero en el mundo, sino que buscaba algo de mayor trascendencia; cumplía con tres características: debía ser esencial, necesario y universal. Esta tríada, heredada de la epistemología aristotélica, no solo configuró el pensamiento proto científico medieval, sino que es aún la base de la Epistemología contemporánea —así de atrasados somos en nuestros días. Por supuesto que la ciencia y la filosofía estaban por aquel entonces muy unidas, a ellas se agregaba el problema de la moralidad, que permeaba el mundo desde antes del nacimiento de Cristo, pues a la verdad del conocimiento indefectiblemente se sumaban la belleza y el bien, otra tríada, esta vez herencia de Platón, que constituyó otro de los grandes pilares en el pensamiento de Occidente. Es verdad que hoy Filosofía y Ciencia, así, ambas con mayúscula, parecen haber tomado derroteros diferentes, no obstante siguen relacionándose de manera estrecha y las deficiencias en una y otra disciplina siguen preocupando a sus más grandes exponentes (la Teología no es ajena a ello, sin embargo nulo es el asunto teológico en la parte de la serie que estamos tratando y por eso aquí solo hacemos esta superflua nota).
Pero volvamos al caso de Castlevania, Lisa ha ido a buscar a Drácula porque cree que ahí encontrará la ciencia, una suerte de panacea que le permitirá curar enfermedades y poco a poco sacar a la humanidad del oscurantismo. La realidad es que el Medioevo no fue un período de oscuridad, aunque no estuvo libre de atrocidades, eso sí, no mayores a las que vemos hoy. Si nos permitimos cierta libertad y decidimos hablar de pensamiento científico medieval, necesitamos reconocer que no se trata de una forma de conocer y descubrir que surgiera de la nada, sino de una manera creativa y crítica de dar continuidad al quehacer intelectual que se había desarrollado antes, en la Antigüedad. Se ignoran en la serie las aportaciones que realizaron, por ejemplo, San Isidoro de Sevilla (560-636), autor de diversos tratados, entre ellos un extenso estudio matemático que abarcaba aritmética, geometría, astronomía y música; Roger Bacon (1214-1294), académico franciscano, a quien se considera precursor de la filosofía moderna y que insistió en la relevancia de la experiencia, el experimento y la matemática como fundamentos del conocimiento verdadero; o Guillermo de Ockham (1295-1350), franciscano asimismo, cuyas ideas permitieron extender el empirismo, al plantear que el conocimiento se produce de forma exclusiva como consecuencia de la experiencia previa y no de manera a priori, por mencionar algunos ejemplos conspicuos de los muchos que pueden citarse.
No se agota aquí la plétora de metidas de pata que pueden imputarse a Castlevania, aunque de momento parece suficiente para esta modesta entrada. En una segunda entrega continuaremos con los fallos irreconciliables, en especial en lo tocante a Belmont, el papel de la Iglesia y, por supuesto, la intervención incongruente de lo sobrenatural.
Entre tanto, me despido con esta breve reflexión: mi gran problema con la serie, y no tanto los juegos, es que cae en el tópico de entender el Medioevo como un período de atraso, de represión brutal, de miedo y de superstición. Como parte de la caracterización tradicional que hasta nuestros días ha llegado, pasa. No obstante con mucha frecuencia la audiencia, carente de referencias útiles, quiere tomar al prejuicio popular como la verdad innegable, al grado de que exige la replicación ad infinitum de este modelo lamentable y perpetuador de la ignorancia en lugar de promover la creatividad, la crítica y, por supuesto, la democratización del conocimiento con propuestas frescas y harto más valiosas, por la puntualidad de sus guiños y la capacidad de renovar sus claves referenciales.
En cuanto a la figura de Drácula, con sinceridad me encoleriza la deturpación confusa e irregular que sufre un personaje tan valioso, pero también tan falto de posibilidades. Desde que se dijo que Stoker se basó en el vaivoda para confeccionar a su personaje, el populacho se ha esmerado en identificar a ambos sin el menor miramiento, pese a que en la novela el conde no es ni la mitad de macabro y despiadado de lo que, reza la tradición, era el príncipe nacido en Transilvania. El vampiro, por otra parte, es una de las criaturas fantásticas más vilipendiadas de nuestro imaginario, en la actualidad es un mariconcito cool que chisporrotea en diamantina cuando le pega el sol —triste metáfora del cáncer en la piel ocasionado por los rayos ultravioleta cada vez más intensos.
Ya sería hora de apartar la mierda y quedarnos con lo que realmente satisface a la potencia intelectual de quienes gustan de una buena narrativa, sea en el formato que sea.
Ya por último, y esto tiene que ver con los fans de esta clase de productos, en general, lamento que el entusiasmo con que se recibe esta serie sea reflejo de la actitud indolente del público, acostumbrado a no mirar su propia ignorancia. En materia científica, lo último de lo que se habló en este post, cabe apuntar que aunque los beneficios se hayan democratizado, el conocimiento genuino sigue siendo propiedad de unos pocos, que además suelen estar apartados del mundo, ya sea en universidades o en comunidades académicas de apertura escasa o nula, de suerte que se comportan tal y como se acusa al clero medieval de haberse conducido en su momento. Por supuesto, esto no se dice porque a nadie le importa. Pero se promueve así un rechazo a formas válidas de experimentar la vida plenamente, como es la adopción de un sistema de creencias, independientemente si se trata del cristianismo o de cualquiera otro —claro, Netflix no se mete a ofender al Islam porque ya sabe lo que eso comporta— y ya sería momento de evaluar críticamente también el dogmatismo cientificista y ateo. No se olvide que antes y después de la Edad Media la manipulación del ignorante no cesó, ni va a cesar mientras haya humanidad.
Quede, pues, esta conclusión provisional y nos leemos pronto.
Vale.
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