Una carta

He leído la mitad del libro que me regalaste. Me llaman la atención las cartas y los cuentos. Pareciera que ese adusto autor, con toda la doctrina que carga sobre sus hombros, es capaz de imaginar un mundo en el que el bien prevalece y en el que todo lo bueno puede sembrarse, si se hace con la insistencia adecuada, en el corazón de un niño. Tal vez por esto así se intitula la novela. Sin embargo algo me llama la atención, más allá del rampante conservadurismo que la reviste: la constante presencia de la muerte. No sé, porque no he terminado de leerlo, si en algún momento uno de los cuentos habrá de ser feliz, pero todos terminan con la muerte o con la miseria del protagonista. Tú, que siempre has estado inmerso en esas cosas del lenguaje, con seguridad me dirás que se trata de un guiño etimológico o de un juego culterano, de esos que tanto gustan a la gente que sabe y que nadie más es capaz de entender —precisamente porque los demás no sabemos… o no somos gente.

Pero estoy divagando. Mi carta no es para contarte las experiencias con tu libro —que, por cierto, es un regalo fabuloso— sino para despedirme. Desde hace tiempo que he querido decirte adiós, pero no he tenido el valor. La valentía, yo lo creo, es carácter distintivo de los hombres y una mujer como yo, tan aficionada al llanto y al consuelo entre un par de brazos masculinos, no se identifica para nada con ello. Ya puedo escuchar las maldiciones de las “compañeras de género”…

Me he vuelto a perder entre los pensamientos que se agolpan en mi mente. Mientras te escribo siento que las palabras huyen de mí, que es necesario deje la mano suspendida, a la espera de algún impulso eléctrico cargado de lenguaje para continuar. Tiemblo. Lo notarás en el trazo. Lo notarás en las manchas de tinta. Lo notarás en las lágrimas que caen sobre el papel.

Tú eres para mí un cicerone, un guía, un preceptor, eres mi maestro. De ti aprendí las notas de la risa y la melodía de la lectura. Tú me enseñaste a llevar la frente en alto, aunque sospecho que, al igual que yo, no entendías el motivo por el cual, ante la adversidad, es de menester que la frente no se haga hacia adelante ni hacia atrás, como si parecer de hierro verdaderamente nos diese la consistencia de ese metal tan violento, tan contrario a la naturaleza de las manos y los labios. Me has enseñado tanto y tanto me has dado, incluso este libro, que es en espíritu tan semejante a ti.

Quiero que sepas que estoy agradecida.

También quiero pedirte una cosa, un favor último, de verdad último: no te enfades.

Cuando leas esto sé que no vas a ser tú, que quizá rompas el papel y que maldigas; pero, una vez satisfecho el arrebato, te imploro que no te enfades. Tú que penetras más que cualquier otro hombre en este mundo, haz gala de ese inmenso entendimiento y no te enfades, no me maldigas más de lo necesario y no rechaces mi recuerdo. No te dejo solo a ti, mas eres el único a quien me duele dejar.

Lamento que mi estilo sea torpe y que no se parezca al tuyo. ¿Recuerdas esa vez que me pediste prologar tu libro? Eran tus cuentos, esos primeros cuentos que me leías después de cenar, cuando habíamos ya bebido mucho vino y en nuestros corazones se había encendido la hoguera del festejo. Encomiaste mi esfuerzo, pero sé que en el fondo lamentaste haberme encomendado esa tarea tan ardua, también tan propia de los hombres y tan impropia de alguien que carece de virtud. Pues bien, estas líneas plagadas de lugares comunes, yo lo sé, no ameritan la más amable ni la más ligera de las concesiones; aún así, son líneas sinceras y son genuinamente mías.

Pienso que quizá esto constituya el único escrito valioso de mi vida. Renuncio, empero, al amargo honor de averiguarlo.

Te quiero bien.

Si la memoria es cualidad del alma, ni la dañada multitud logrará que me olvide de ti.

P.

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