Basado en una historia real
Hace unos años comenzó a seguirme en
Twitter un chico llamado Isidoro cuyos likes
y retweets delataban su gusto por lo
que publico allí. Una auténtica rareza, pues nunca he sido muy popular que
digamos en esta red social. El muchacho comentaba a menudo en lo que escribía,
me consultaba para que le recomendara libros e incluso invitaba a sus
seguidores a obsequiarme un follow
(cosa que muy pocos hacían). Seré franco: para mí era en sumo grato tener a un
admirador, pues en general el público no es adepto a mi trabajo, y si yo era
capaz de despertar semejante interés en cuando menos una persona algo debía
estar haciendo bien.
No obstante, aquello me
olió un poco mal luego de una ocasión en la que Isidoro escribiera:
“Todos deberían leer a @ejvaldes. ¡Sus libros son geniales!”
Me
desconcertó el plural: “libros”. En aquel entonces yo apenas había publicado mi
primera recopilación de cuentos (y en definitiva nadie la adjetivaba como “genial”).
Supuse que el chico cometió un error, o bien, se dejó llevar por la emoción,
sin embargo, estos fueron pensamientos demasiado optimistas de mi parte: tiempo
después, durante un periodo de tensión política, Isidoro me trajo a colación en
un acalorado intercambio que sostenía con otro usuario:
“Es como @ejvaldes lo dijo en su
novela: el revolucionario, en el fondo, anhela ser el tirano al que detesta”.
Entonces
vaya que me sorprendí: jamás he publicado una novela y dicha cita es demasiado
sofisticada para mi pluma. No tuve más remedio que preguntarle de qué hablaba.
Él replicó, un tanto divertido, que se refería a uno de los pasajes de mi última
publicación. Fui honesto con él: le dije que no recordaba
la escritura de cosa semejante, a lo que él demoró un poco en responder:
“¿Que no eres tú el autor de este
libro?”
Adjunta
iba la fotografía de un volumen titulado El
ocaso de la izquierda, obra de un tal Evaristo Jáuregui Valdés, cuyo nombre
completo bien podía contraerse igual que el mío: E.J. Valdés… El hecho de que
yo no utilizara una fotografía en mi perfil contribuía a la confusión.
Todo
ese tiempo Isidoro había seguido a la persona equivocada.
Lo
saqué del error: “No. Yo soy otro E.J. Valdés”. Casi de inmediato llegó su
respuesta: “Oh. Vaya”.
Fue lo último que supe
de él; no volvió a interactuar conmigo y la vez siguiente que di click a su perfil descubrí que ya no me
seguía. La admiración antes expresada quedó sepultada por la decepción, y lo
peor es que incluso me sentí culpable por usurpar el respeto que despertaran las
letras de alguien más.
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