(Dedicado a mi hijo, a quien todos sus familiares y amigos llevaremos siempre en el recuerdo).
Mi hijo Jesús -sí, el protagonista de otro cuento que escribí basado también en hechos reales-, se debatía entre la vida y la muerte en la unidad de cuidados intensivos de un hospital. Tras despertar del coma, en los momentos en que estaba consciente, lo estimulábamos para que ese nivel de consciencia se mantuviera lo más estable y el mayor tiempo posible, aunque resultaba muy difícil.
En una de esas le expliqué por enésima vez dónde estaba y lo que le había pasado, y mientras él musitaba como podía, cosas de otro mundo y sin mucho sentido en éste, y que parecían recuerdos desordenados en su cerebro, una de las doctoras le preguntó que quién era esa chica que estaba frente a su cama, refiriéndose a mi hermana, la tía Montse.
Jesús fijó con esfuerzo la mirada en ella y respondió: -La gorda.
Después, la misma doctora hizo que se centrara en mí y le volvió a preguntar: -¿Y ésta quién es, Jesús?
Sin dudar, Jesús respondió: -Una gilipollas.
Me siento orgullosa de mi hijo, pues ni siquiera con un pie más allá que más aquí, dejó de ser sincero, algo que sospecho heredó de mí.
Días más tarde emprendió su viaje, pero antes dejó un mensaje: -Me quiero quedar con los buenos.
-¿Con quiénes, Jesús? - le pregunté al oído-, ¿quiénes son los buenos?
-Nadie. Con los buenos recuerdos.
Le ayudé a tomar su desayuno: café con cuatro galletas de mierda de esas que dan en los hospitales, y al acabar se despertó en el otro lado.
Le faltó la Nutella, espero que en el siguiente sueño haya mucha y guarde algo para mí.
Y no sé si en el funeral debo contar esta historia o sólo el penúltimo párrafo. Ya veremos.
Que risa y qué tristeza, así es la puta vida.
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