En 2011 Leonard Cohen recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras por sus contribuciones a la música y la poesía. Ante un Teatro Campoamor abarrotado, con la reina Sofía y el entonces príncipe Felipe a la cabeza, enunció un breve discurso de aceptación (en inglés, para horror de los puristas del galardón). Estoy seguro de que en algún lugar del Internet se puede hallar este discurso traducido a nuestro amado castellano, pero dado que ya he realizado mis propias versiones de un puñado de poemas de Cohen antes, me pareció buena idea hacer lo mismo con este valioso texto. Al final del mismo encontrarán el enlace a la grabación original.
Su Majestad, Sus Altezas Reales,
excelencias, miembros del jurado, distinguidos laureados, damas y caballeros,
es un gran honor estar ante ustedes esta noche. Quizá, como el gran maestro
Riccardo Muti, no estoy acostumbrado a encontrarme frente a un auditorio sin
una orquesta detrás mío, pero hoy haré lo mejor que pueda como solista. Pasé la
noche anterior en vela preguntándome qué podía decirle a esta augusta asamblea,
y luego de comerme todas las barras de chocolate y todos los cacahuetes del
mini bar garabateé unas cuantas palabras. Creo que no las necesitaré. Es evidente
que me conmueve en lo más profundo el ser reconocido por la Fundación, pero
esta noche he venido a expresar otra dimensión de gratitud. Considero que puedo
hacerlo en tres o cuatro minutos y lo intentaré.
Cuando empacaba en Los Ángeles para viajar
hacia acá, tuve una sensación de inquietud porque siempre he sentido una cierta
ambigüedad hacia los premios a la poesía. La poesía viene de un lugar en el que
nadie manda y que nadie conquista, así que de cierta manera me siento como un
charlatán al aceptar un reconocimiento por una actividad que no domino. En
otras palabras, si supiera de dónde vienen las buenas canciones tengan por
seguro que iría allí más a menudo. En medio de esa ordalía, sentí el impulso de
abrir mi guitarra. Tengo una guitarra Conde, hecha en España, en el grandioso
taller que se encuentra en el número 7 de la calle Gravina.[1]
Un bello instrumento que adquirí hace más de cuarenta años. La saqué del
estuche, la levanté y parecía estar llena de helio. Tan liviana se sentía. La
acerqué a mi rostro —acerqué mi faz al hermoso diseño de la roseta— e inhalé la
fragancia de la madera viva. Sabrán que la madera nunca muere. Inhalé
la fragancia del cedro, tan fresca como el primer día que tuve esa guitarra, y
fue como si una voz me dijera: “Eres un viejo y no has dado las gracias; no has
brindado tu gratitud a la tierra de la que nació esta fragancia”. De modo que esta
noche vengo a agradecerle a la tierra y al alma de este pueblo que tanto me ha
dado. Porque sé que así como una tarjeta de presentación no es un hombre, una
calificación crediticia no es un país.
Ahora, ustedes están al tanto de mi
profunda asociación y fraternidad con el poeta Federico García Lorca. Podría
decir que cuando era joven —un adolescente— y buscaba una voz estudié a los
poetas ingleses; conocía bien sus trabajos y copiaba sus estilos. Pero no
encontraba mi voz. Fue hasta que leí —incluso en una traducción— la obra de
Lorca que comprendí que había una voz; no es que copiara la suya —no me
atrevería—, pero él me dio permiso de encontrar una voz, de ubicarla, es decir,
de hallar una personalidad: una personalidad que no está fija; una personalidad
que lucha por su propia existencia. Y conforme me hice mayor entendí que las
instrucciones venían incluidas con esta voz. ¿Cuáles eran esas instrucciones?
Las instrucciones eran nunca lamentar casualmente, y si uno ha de expresar la
gran e inevitable derrota que nos aguarda a todos, ello debe hacerse en los
estrictos confines de la dignidad y la belleza. Y así obtuve una voz. Mas no
tenía un instrumento ni una canción. Y ahora les contaré de manera breve la
historia de cómo encontré mi canción.
Yo era un guitarrista indiferente;
golpeaba los acordes y sólo conocía algunos de ellos. Me sentaba con mis amigos
del colegio a beber y cantar las canciones populares del momento, pero nunca,
ni en mil años, me visualicé como un músico o un cantante. Un día, a inicios de
los 60, fui a visitar a mi madre en Montreal. Su casa se ubicaba junto a un
parque, y en dicho parque hay una cancha de tenis a la que la gente acudía para
admirar cómo los jóvenes y hermosos jugadores disfrutaban del deporte. Deambulé
hasta ese parque que conocía desde la niñez y allí se encontraba un muchacho
que tocaba la guitarra; una guitarra flamenca. Lo rodeaban dos o tres chicos que lo escuchaban. Amé su manera de tocar; había algo en ella que me
atrapó. Era justo la manera en que yo deseaba tocar y que jamás igualaría. Me
senté con los demás escuchas un momento y luego se hizo un silencio —un
silencio adecuado— y le pregunté si me daría lecciones. Se trataba de un joven
español. Podíamos comunicarnos solamente en mi mal francés y su mal francés; no
hablaba inglés. Accedió a enseñarme. Señalé la casa de mi madre, que podíamos
ver desde la cancha de tenis, e hicimos una cita, acordamos un precio y él
acudió a casa de mi madre al día siguiente. Dijo: “Permíteme escucharte tocar algo”.
Lo intenté y añadió: “No sabes cómo tocar, ¿cierto?”. Contesté: “No, en
realidad no sé cómo hacerlo”. Dijo: “Para empezar, déjame afinar tu guitarra.
Está toda fuera de tono”. Tomó la guitarra, la afinó y observó: “No es una mala
guitarra”. No era la Conde pero tampoco era una mala guitarra. Me la devolvió y
dijo: “ahora toca”. No pude hacerlo mejor y él se ofreció: “déjame enseñarte
algunos acordes”. Y con la guitarra produjo un sonido que yo jamás había
escuchado: tocó una secuencia de acordes con un trémolo y me pidió que lo
intentara. Repliqué: “De ningún modo. No puedo”. Él dijo: “permíteme colocar
tus dedos en los trastes”, y eso hizo. Ordenó: “ahora toca”. Aquello fue un
desastre y él prometió ir de nuevo al día siguiente.
Regresó, pues, al día siguiente, colocó mis
manos en la guitarra y la apoyó sobre mi regazo de manera apropiada. Comencé de
nuevo con aquellos seis acordes—esa progresión de seis acordes— en la que
muchísimas canciones de Flamenco se basan. Lo hice un poco mejor aquel día. Al
tercero mostré cierto avance, pero cuando menos ya conocía los acordes; aunque
sabía que no podía coordinar mis dedos con mi pulgar para producir el mismo
patrón de trémolo, conocía los acordes. En este punto los conocía muy bien. Al
día siguiente no se presentó. No llegó. Tenía el teléfono de su pensión en
Montreal. Llamé para averiguar por qué había faltado a nuestra cita y me
dijeron que se había quitado la vida. Que se suicidó. Yo no sabía nada de él.
No sabía de qué parte de España provenía. No sabía por qué viajó a Montreal. No
sabía por qué vivía allí. No sabía por qué se apareció en la cancha de tenis.
No sabía por qué se quitó la vida. Yo estaba profundamente afectado, por
supuesto, y ahora he externado algo de que nunca había mencionado en público.
Esos seis acordes, ese patrón de guitarra,
han sido la base de todas mis canciones y toda mi música. Ahora comprenden la
dimensión de la gratitud que siento hacia este país. Todo cuanto ustedes han
encontrado agradable en mi trabajo parte de este lugar. Todo cuanto ustedes han
encontrado agradable en mis canciones y mi poesía está inspirado en esta
tierra. Así que les agradezco muchísimo por la calidez y la hospitalidad que
han mostrado a mi obra, pues en realidad es suya y me han permitido añadir mi
firma al final de la página.
Muchas gracias, damas y caballeros.
Leonard Cohen
21 de octubre de 2011
Grabación original: https://www.youtube.com/watch?v=VIR5ps8usuo
[1] Se refiere al taller de Felipe Conde en Madrid. (N del T)
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