Pocas ONG’s allá afuera son más
controvertidas que Greenpeace. Patrick Moore fue uno de sus primeros miembros y
fue su dirigente en Canadá hasta su salida de la organización en 1986. Desde
entonces ha sido uno de sus más notables críticos y los intercambios entre
ambos han ido de lo cordial a lo vejatorio a través de los años y viceversa. La
siguiente es una traducción que hice de un comentario que él obsequió a Prager
University en julio de 2015, mismo en el que elabora un poco sobre los motivos
que lo llevaron a abandonar el grupo que ayudó a formar. En lo personal me
pareció de lo más interesante. Pueden encontrar el enlace al video original al
final del texto.
En 1971 ayudé a
fundar un grupo ambiental en el sótano de una iglesia unitaria en Vancouver,
Canadá. Quince años después se había convertido en una ONG internacional y aparecía
en los titulares cada mes. Yo era famoso. Entonces salí por la puerta: la
misión, alguna vez noble, se había corrompido; las agendas políticas y el
tráfico del miedo desbancaron a la ciencia y la verdad. He aquí cómo sucedió.
Cuando estudiaba
mi Doctorado en Ecología en la Universidad de British Columbia, me uní a un
pequeño grupo activista llamado Don’t Make a Wave Committee[1].
Era el auge de la Guerra Fría y la Guerra de Vietnam se agudizaba; fui
radicalizado por estas realidades y por la emergente consciencia por el medio ambiente.
La misión del Don’t Make a Wave Committee era lanzar una campaña por el océano
en contra de las pruebas de la bomba de hidrógeno que los Estados Unidos
deseaban realizar en Alaska, símbolo de nuestra oposición a la guerra nuclear.
Al concluir una de nuestras tempranas reuniones alguien dijo “paz”. Llegó una
respuesta: “¿por qué no la hacemos una paz verde?”. Un nuevo movimiento nació.
“Verde” era por el medio ambiente y “paz” por la gente. Bautizamos nuestro bote
como Greenpeace y me uní a la
tripulación de doce personas en un viaje de protesta. No detuvimos la prueba de
la bomba de hidrógeno, pero aquélla fue la última bomba de hidrógeno que los
Estados Unidos detonaron. Habíamos obtenido una importante victoria. En 1975,
Greenpeace dio un giro brusco lejos de nuestro esfuerzo antinuclear y se
embarcó a salvar a las ballenas, a navegar en alta mar para enfrentar a los
balleneros rusos y japoneses. El material que grabamos —jóvenes activistas
posicionados entre los arpones y las ballenas en huida— apareció en televisión
todo alrededor del mundo. Las donaciones públicas nos llovieron. Para los 80
hacíamos campaña contra los residuos tóxicos, la contaminación del aire, la
cacería de trofeos y la captura de las orcas. Pero comencé a sentirme incómodo
con el rumbo que mis compañeros dirigentes tomaban: me di cuenta de que yo era
el único de seis directores internacionales con estudios de ciencia.
Abordábamos temas complejos que involucraban problemas de toxicología, química
y salud humana. No hace falta un Doctorado en Biología Marina para saber que es
bueno salvar a las ballenas de la extinción, mas cuando analizas cuáles
químicos deberían prohibirse debes saber ciencia, y la primera lección de la
ecología es que todos estamos interconectados: el ser humano es parte de la
naturaleza, no es ajeno a ella. Muchas otras especies, como agentes de
infección y portadoras de enfermedades, son nuestras enemigas y tenemos la
obligación moral de proteger a la humanidad de estas amenazas. La biodiversidad
no siempre es nuestra amiga.
Me percaté de
algo más: conforme crecimos hasta convertirnos en una organización
internacional con ingresos anuales superiores a los cien millones de dólares,
ocurrió un gran cambio en la actitud. La “paz” en Greenpeace se había
desvanecido; solamente la parte verde importaba. Los seres humanos, en palabras
de Greenpeace, se habían convertido en los enemigos de la Tierra. Poner fin al
crecimiento industrial y prohibir tecnologías y químicos útiles se volvieron
temas comunes del movimiento. La ciencia y la lógica ya no dominaban.
Amarillismo, desinformación y miedo eran los motores de las campañas. La gota
que derramó el vaso fue cuando mis compañeros dirigentes decidieron que
debíamos trabajar para erradicar el cloro del mundo. Lo llamaron “el elemento
del Diablo” cual si fuera maligno, pero esto era absurdo: añadir cloro al agua
potable fue uno de los mayores avances en la historia de la salud pública, y
cualquiera con conocimientos básicos de química sabe que muchos de nuestros
fármacos más efectivos tienen un componente clorado. Y no solamente eso: de
haber triunfado esta campaña en contra del cloro, no hubiesen sido nuestros
acaudalados benefactores los que sufrirían. Los individuos y las naciones ricas
siempre encuentran cómo librarse de esas cosas. Quienes sufren son los
habitantes de países en vías de desarrollo; la misma gente a la que, se
suponía, queríamos ayudar. Por ejemplo: Greenpeace se ha opuesto a la adopción
del arroz dorado, una variedad de arroz modificada genéticamente y que contiene
beta-caroteno. El arroz dorado tiene el potencial de prevenir la muerte de dos
millones de niños pobres cada año, pero eso no le importa a la gente de
Greenpeace: los organismos modificados genéticamente son malos, de modo que el
arroz dorado debe ser malo. Al parecer, que millones de niños mueran no lo es.
Este tipo de pensamiento retrógrada por lo regular se atribuye a los “no
iluminados” y los “anti científicos”, pero he descubierto de primera mano que
puede infectar a cualquier organización. Incluso a aquellas con nombres en
apariencia nobles como Greenpeace.
Video original: https://www.youtube.com/watch?v=BpBnJq19R60
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