El otoño de la primavera.

Primera parte, “la hoja caída”

-¿Qué dicen los ancianos? -preguntó el Mayor con cierta excitación.
-Que han visto pasar a Tlaloc repetidas veces, que unas veces de una forma y otras en forma de una mancha oscura llena de colores pardos, suponen que es la esperanza. Pero no vacía sus caudales en la tierra. Y ya el 60% de la población está infectada directa o indirectamente. Es cosa de tiempo que el resto de nosotros lo estemos. Si no es que ya sucedió y no lo sabemos. 
-¿Qué hacemos? Esto es más grave de lo que parecía. Otras veces nos hemos enfrentado a esto. ¿Por qué ahora no? ¿Qué nos está pasando? 
-Aunque todo mundo está haciendo su esfuerzo por aguantar, ya muchos han caído, bien presas del miedo o enfermos de muerte. Los otros están en resistencia con el viento. Si sopla para un lado las hojas resisten y el vaivén divino ni se logra ni se cumple. Menos caso hará Tlaloc sobre nosotros. ¿Cómo logras hacer que en tiempos de crisis cada uno atienda los intereses de todos si están cuidándose de no caer? 
-Entiendo lo que dices. La vida es cruel y nos enseña que la única manera de estar bien todos es estando mal algunos, y que es menester que miles de semillas se pierdan para que una prenda, y de ella, otras muchas saldrán y serán pocas las que germinen, otras muchas las que caigan antes de ser maduras y las menos, sobrevivirán exclusivamente para subsistir como especie. Si sólo importa la subsistencia, entenderás que lo que le pase a una no es importante. Entenderás que en tiempo de crisis lo importante no es no caer, sino caer, si el destino lo precisa, con tal de mantenernos a flote. Por lo pronto debemos emitir el mensaje de alerta y dejar que sea Tlaloc quien guíe nuestros pasos. Avisa que los ancianos ahora más que nunca mediten un contacto con el Único que nos puede devolver la fertilidad. 
-Así haremos, Mayor. 
Y emitieron el mensaje que decía: Estemos alertas porque la infección casi se ha expandido en toda la población, no hemos recibido la medicina de Dios para combatirla, los ancianos consultarán con los ancestros porque se puede venir una debacle donde pereceremos la gran mayoría y, si no es tarde para nuestro cosmos tan basto y tan pequeño, morirá todo. Porque solo Él que en los últimos tiempos nos ha dado de beber, puede, si quiere, y deseamos que así sea, darnos el elixir que nos purifique, si no es que Él mismo nos ha contagiado así. Él o todos los demás dioses, semidioses y monstruos. Él y sus siervos que nos dan y nos quitan y que nos han quitado a miles de hermanos en la última estación. Les rogamos no aferrarse a la rama y ceder al viento, que se mesan en el vaivén de su voluntad, porque la desconocemos hasta el día final, y porque es el único camino a la salvación.

Después del mensaje general, empezaron a llegar dudas y reclamos, gritos de desesperación y quejas sobre lo que se podía hacer y no se había hecho. Pero esto era más de lo que cualquiera de ellos podía soportar o, siquiera, pensar que podía solucionar. Estaba más allá de sus manos porque, por otro lado, Tlaloc apenas se había dignado a mirarlos. Después de un rato, la ausencia de viento que amainaba en esos momentos en los que el luto, como brisa caliente, bañaba las hojas de la comunidad y la desazón del ambiente, dejaron un silencio sepulcral que nadie se atrevía a romper. Fue una voz débil la que lo hizo:
Creo que lo que nos falta es hacerle llegar un recordatorio a Tlaloc, de nuestra existencia, de nuestro dolor y nuestra miseria. Me propongo para intentar llegar a él apenas los ancianos lo autoricen… Hubo murmullos, ruidos, asombro, tristeza. El Mayor, con la venia de los ancianos, anunció que, aunque era riesgoso, había posibilidades de que funcionara, sin embargo, anunció. 

“El dolor que nos tiene excitados es por el valor de alguien tan joven para ofrecer su vida, pues todos sabemos que lo que propone es morir en pos de la búsqueda de las palmas de Tlaloc. Creíamos que no era necesario, pero ella, que apenas ha vivido, nos manda este mensaje: Soy joven, pero estoy enferma, contagiada, es cosa de tiempo que también me vaya como tantos que se nos han ido, mi alma sentirá alivio si al menos perece intentando ayudar”. Fueron estas las palabras con las que se despidió, antes de aprobar la misión, que no consistía en otra cosa que soltarse de la vida cuando los ancianos lo anunciaran, esperando que en ese momento Tlaloc diera cuenta del sacrificio…

Segunda parte, “la hoja adherida”. 

Llegaba del trabajo cansado, había tenido un par de reuniones desgastases, de esas en las que todo mundo quiere opinar por el gusto de hacerlo y sin aportar en realidad nada para la mejora de los procesos o, ya cuando menos, para que la misma junta no se prolongara demasiado, pero parece que a los hombres nos gusta hacer uso del derecho de hablar, cuando en realidad más que un derecho, debería ser una obligación, así lo haríamos menos y con menos ganas. Descendí del auto y le di la vuelta para sacar mi portafolio por el lado del pasajero. El sol, abrasante, me quitaba las ganas de hacer más nada, era tarde pero aún había sol en el cenit, las desgracias de esos cambios de horario que tienen de cabeza a la Tierra (o un poquito inclinada).

Sólo quería entrar a la casa y tirarme sobre la cama. Algo que tuve que posponer no bien entré a la recámara y me empecé a desabotonar la camisa. Llamó mi atención la hoja de un árbol pegada a mi zapato, en realidad, estaba suelta en el suelo, yo asumí que había sido con el zapato con lo que yo la había trasladado desde la calle hasta mi vestidor (15 metros que, para el tamaño de una hoja, debe ser toda una travesía como la Odisea). 

Terminé de desnudarme y me agaché para recoger la hoja que iba a depositar en la basura, de no ser por dos cosas: Aún estaba fresca la leche que escurre de las ramitas cuando las cortas: era una pequeña hoja apagada con una gota de un líquido viscoso, caída quizá por el ciclo devastador y natural de la vida, en la que las hojas son arrancadas por el viento con la misma sutileza con la que este sopla. La otra cosa que llamó mi atención es que la hoja tenía una mancha blanca. 
En los espacios de mi casa hay repartidas macetas y plantas en abundancia, dicen que los locos gustamos de las plantas y si el número de plantas es inversamente proporcional a la locura, debería yo dejar de escribir y dedicarme a hacer otra cosa: a ser loco. Entendí entonces que el árbol estaba contaminado de alguna especie de plaga, eso explicaba la abundancia de hojas por barrer en la banqueta en una época de primavera. Ya había yo culpado al calentamiento global (que debe ser) por traerme el otoño en plena primavera. Me calcé unos shorts y me dirigí al patio donde tengo una sustancia insecticida para plantas y, vertiendo un poco en una cubeta, lo rebajé para ponérselo al árbol, esperando que, luego de dos o tres aplicaciones, se eliminara la plaga (que supongo que también tiene derecho de vivir) y resurgieran las hojas y la vida en el árbol escueto y casi pelón de mi casa. Tarde o temprano me iba a dar cuenta de la situación, pero no sé si más tarde que temprano, de no haber sido por una hoja que se aferró a mi zapato como si de ello dependiera la vida de todo el planeta. A veces pienso que lo que no nos es dado no está delimitado tanto por nuestra naturaleza como por nuestra capacidad de discernir, porque, si bien es cierto que apenas entendemos un poco de la vida, también es cierto que, en su mayoría, no sabemos un carajo. Me gustó pensar que la hoja era un soldado caído, por eso lo conservé hasta ver el final de su decrepitud, el ser que, sacrificándose, logra llegar a donde nadie ha llegado, con tal de conseguir un propósito. Y siempre he pensado que mientras el propósito sea por un bien común, si bien el dolor del sacrificio será alto, también habrá una recompensa. Uno, o diez mil años después, pero la habrá. 

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