Asshole


When I first wanted I never ever thought twice.
Nirvana

No salgo con mujeres divorciadas o con hijos. Es una regla y soy un hombre que cree en las reglas. Sin embargo, hace tiempo hice una excepción con una chica a quien conocí en casa de un colega. Su rostro y su figura atraparon mi atención, mas cuando me enteré de que tenía un niño de cuatro años preferí guardar mi distancia. Ella, no obstante, también me había clavado el ojo y me buscó con tal insistencia que no pude resistirme gran cosa a sus coqueteos.

            “¿Qué es lo peor que puede suceder?”, me pregunté cuando por fin sucumbí a sus encantos. Además, pensé que si tantos deseos tenía de conocerme quizá valía la pena darle una oportunidad.

            Comenzamos a salir. A decir verdad, el niño no me causó gran inconveniente; era tímido y muy callado (me recordaba un poco a mí cuando tenía su edad) pero, con todo y eso, no deseaba involucrarme más de lo necesario con él. Para mi buena fortuna, su madre tampoco tenía la intención de que lo hiciera, así que en casi todas nuestras citas lo dejaba encargado con la abuela. Si esto era algo irresponsable no podía importarme menos, así como el hecho de nos acostábamos mucho y hablábamos poco.

            Las cosas, sin embargo, dieron un giro una tarde en la que, acurrucada en mi pecho, ella me dijo:

            —¿Vamos al cine con Toñito?

            Esto encendió una luz roja en mis adentros. Verán, más allá del compromiso que esto implicaba, me alarmaba el propio tema del cine: el cine es algo tan importante para mí que no tolero que me arruinen la experiencia; cada que voy compro tres boletos sólo para que nadie llegue a sentarse al lado mío y pueda estar cómodo, además de que he pugnado por que se expulse y vete a los niños ruidosos de las salas de proyección, así como a esos imbéciles que sacan el teléfono a media película. Pero puesto que en esa ocasión me encontraba de muy buen humor ya que recién habíamos tenido una intensa sesión amatoria, accedí. ¿Cuán malo podía ser? El crío hablaba tan poco que bien podía tomárselo por sordomudo.

            Fuimos, pues, los tres al cine. Compramos palomitas y todo. Seguro que hasta parecíamos una bonita familia. Una vez sentados saqué de mi chaqueta un rollo de cinta para ductos y lo coloqué sobre mi regazo.

            —¿Para qué traes eso? —preguntó ella.

            Fui franco: si el niño osaba abrir la boca durante la película me encargaría de que no lo hiciera de nuevo. Y lo mismo iba para ella.

            —¡Pero qué disparates dices! —exclamó de lo más divertida, segura de que bromeaba. Sin embargo, cuando se apagaron las luces y comenzó la acción mi temor se hizo realidad.

            —Mamá —habló el niño—, quiero ir al baño… Mamá, ya quiero ir a casa…

            Entonces cumplí mi amenaza: corté un pedazo de cinta y se lo pegué encima de los labios.

            —¿Pero qué te pasa? —se quejó la madre.

            De nuevo hice valer mi palabra. Ella, incrédula, se arrancó la mordaza, tiró las palomitas y abandonó la sala con su crío, hecha una fiera. Suspiré. No acongojado, sino aliviado: cuando menos podría ver la película en paz y eso era lo único que importaba.

            Un par de horas más tarde, cuando ya me encontraba en casa, ella llamó pero no atendí el teléfono. Lo intentó otras tres veces antes de desistir. Luego no supe más de ella.

            Tras meditar un poco lo acontecido en el cine (una escena bochornosa, sin duda), abrí un cuaderno y escribí un solo enunciado en el renglón superior de la página: “No debo salir con mujeres divorciadas o con hijos”. Contemplé el papel un instante y, a modo de penitencia, hice planas hasta completar cien repeticiones. Después me acosté a leer.

            Desde entonces no he roto la regla, y miren que tengo suerte para que se me acerquen justo ese tipo de mujeres…


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