Hace unos días fui al teatro. A
la sala bonita de la ciudad llegó una obra con pura primera actriz, de esas que
recuerdo de las telenovelas que veía mi madre cuando yo era niña. En un gesto
de bondad de hija, la invité; el título no prometía mucho pero, vamos, pagué
por verle la sonrisa ilusionada por estar en el mismo recinto que gente tan
famosa y admirada… de la tele, pues.
Hijas de su madre se llamó el
numerito. Explico. Se trataba, evidentemente, de una de esas puestas en escena
ligeras pero que mi ingenuidad me llevó a pensar que podría ser una buena
propuesta porque, pues porque no cualquiera reúne a un elenco así. Hace veinte o
treinta años, pensé después.
Resulta que olvidé un detalle
importante: los actores, en general, no viven por siempre con lo que ganan de sus
one hit wonder telenoveleros, ni son glamour puro, ni mueren siendo ricos y
famosos; la efímera e ingrata popularidad se les escapa incluso antes de pensar
en asirla. Y por eso tienen que hacer obras de teatro, y por eso tienen que
irse de gira al interior de la República, porque atrás quedaron esos tiempos en
que la Capital del País era El Sitio para los grandes actores. Ya no más: deben
ganarse la vida, y a diario, pues porque la competencia los devora.
Esa reflexión se armó en mi cabeza
desde la primera, segunda y tercera llamadas, cuando un personaje incidental daba
pequeñas pistas de lo que se trataría la obra. La misión, claro: hacer que las
personas pasaran un buen rato, que se distrajeran de su ajetreada vida un jueves
helado y sombrío. No imaginé que a tan alto costo para mi hater interior.

Pero no fue ese el mayor problema,
no. Mientras la mayor parte del público reía con pícaras carcajadas, mi boca
apenas esbozaba una sonrisa y mi mente veía para abajo tanto albur simplón. No
soy discípula de Rafael Inclán y Rosa Gloria Chagoyán, pero soy lo
suficientemente guarrita como para ningunear la inocencia de referencias fresas
al sexo y a las vergas como “la tiene chiquita”, “un marido que haga el amor todo
el día”.
Quizá se trataba de un “humor” “pícaro”
para señoras. Sí: señoras para las que el sexo y todos y cada uno de sus elementos
son tabú, de las que dicen bajito, bajito, y entre risas nerviosas, “uno”, cuando
les preguntan con cuántos hombres cogieron en toda su vida (porque para ellas el
sexo servía –o sirve- para simple
procreación); señoras que si acaso piensan en sexo, no se lo dicen ni a su
amiguita de años; o señoras que simplemente son mustias.
No sé, lo cierto es que, una vez
más, me sentí fuera de lugar en ese riachuelo de señoras medio fresas que de
verdad lo pasan bien con frases con un doble sentido muy básico y que al primer
“pendejo” o “cabrón” que escuchan, ríen como si se tratara de la peor travesura
que hubieran hecho en años.
También cierto fue lo triste de
escuchar a esas primeras actrices tener que maldecir, muy en su papel de
mujeres engañadas, con palabras que ni sus cuarenta años de tablas lograban
hacer creíbles, auténticas, del corazón, pues. Y triste autodenominarse
cabronas cuando ni la palabrita pueden pronunciar sin sentir su glamour
diluirse como la espuma de una cerveza quemada.
En fin, que lo más seguro es que aquí
la corriente sea yo. Sí, debe ser eso.
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