Mi visita al teatro, 2017

Hace unos días fui al teatro. A la sala bonita de la ciudad llegó una obra con pura primera actriz, de esas que recuerdo de las telenovelas que veía mi madre cuando yo era niña. En un gesto de bondad de hija, la invité; el título no prometía mucho pero, vamos, pagué por verle la sonrisa ilusionada por estar en el mismo recinto que gente tan famosa y admirada… de la tele, pues.

Hijas de su madre se llamó el numerito. Explico. Se trataba, evidentemente, de una de esas puestas en escena ligeras pero que mi ingenuidad me llevó a pensar que podría ser una buena propuesta porque, pues porque no cualquiera reúne a un elenco así. Hace veinte o treinta años, pensé después.

Resulta que olvidé un detalle importante: los actores, en general, no viven por siempre con lo que ganan de sus one hit wonder telenoveleros, ni son glamour puro, ni mueren siendo ricos y famosos; la efímera e ingrata popularidad se les escapa incluso antes de pensar en asirla. Y por eso tienen que hacer obras de teatro, y por eso tienen que irse de gira al interior de la República, porque atrás quedaron esos tiempos en que la Capital del País era El Sitio para los grandes actores. Ya no más: deben ganarse la vida, y a diario, pues porque la competencia los devora.

Esa reflexión se armó en mi cabeza desde la primera, segunda y tercera llamadas, cuando un personaje incidental daba pequeñas pistas de lo que se trataría la obra. La misión, claro: hacer que las personas pasaran un buen rato, que se distrajeran de su ajetreada vida un jueves helado y sombrío. No imaginé que a tan alto costo para mi hater interior.

La trama, sencilla: cinco mujeres cuya vida giraba alrededor de un mismo hombre: la esposa engañada, la mejor amiga amante, la amante engañada, la abogada amante, la sabrosa y corriente amante. El hombre, asesinado: ¿por quién? Es el gran misterio: todas tienen motivos para haberlo matado. Simple y común, muy de telenovela del dos, ¿ven?

Pero no fue ese el mayor problema, no. Mientras la mayor parte del público reía con pícaras carcajadas, mi boca apenas esbozaba una sonrisa y mi mente veía para abajo tanto albur simplón. No soy discípula de Rafael Inclán y Rosa Gloria Chagoyán, pero soy lo suficientemente guarrita como para ningunear la inocencia de referencias fresas al sexo y a las vergas como “la tiene chiquita”, “un marido que haga el amor todo el día”.

Quizá se trataba de un “humor” “pícaro” para señoras. Sí: señoras para las que el sexo y todos y cada uno de sus elementos son tabú, de las que dicen bajito, bajito, y entre risas nerviosas, “uno”, cuando les preguntan con cuántos hombres cogieron en toda su vida (porque para ellas el sexo servía  –o sirve- para simple procreación); señoras que si acaso piensan en sexo, no se lo dicen ni a su amiguita de años; o señoras que simplemente son mustias.

No sé, lo cierto es que, una vez más, me sentí fuera de lugar en ese riachuelo de señoras medio fresas que de verdad lo pasan bien con frases con un doble sentido muy básico y que al primer “pendejo” o “cabrón” que escuchan, ríen como si se tratara de la peor travesura que hubieran hecho en años.

También cierto fue lo triste de escuchar a esas primeras actrices tener que maldecir, muy en su papel de mujeres engañadas, con palabras que ni sus cuarenta años de tablas lograban hacer creíbles, auténticas, del corazón, pues. Y triste autodenominarse cabronas cuando ni la palabrita pueden pronunciar sin sentir su glamour diluirse como la espuma de una cerveza quemada.


En fin, que lo más seguro es que aquí la corriente sea yo. Sí, debe ser eso.


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