La
vida es una telenovela, una historia que parece tener sentido, pero que en un
punto fatal se descontrola y terminas enredado en un dramón musicalizado por
Armando Manzanero. Al menos así lo veo yo y eso me permite ponerle sabor a las
cosas que me pasan todos los días, porque la vida es complicada y caótica,
porque está llena de personajes irritantes y maléficos que complican nuestras
tramas y debe existir una forma divertida de pasar por eso. A mí por eso me
gusta el drama, porque me divierte, agiliza mi mente, me permite hacer mofa de
mis tragedias: las grandes y las pequeñas y de paso, hacer reír a algunos
cuando me escuchan. Para muchos está mal porque “el drama” es algo negativo,
tiene una connotación fatalista que muy pocas personas saben apreciar, sobre
todo aquellos autonombrados “optimistas seres de luz” que nos llenan de su
buena vibra y su paz interior mientras desde la clandestinidad de sus cuevas
nos arruinan la vida. He visto muchas telenovelas, crecí viendo televisión y
talk shows en donde las familias ventilaban sus problemas, todo lo que sé del
amor, la tragedia y la mentira lo
aprendí allí, en la tele. Crecí viendo “Lo que callamos las mujeres” y “Mujer:
casos de la vida real”; soy parte de la generación infectada por las telenovelas
de Thalia y por la triste promesa de que un hombre enamorado es capaz de todo.
Para
los mexicanos, la telenovela es nuestro espacio para la educación sentimental, allí
aprendemos a sentir, a vestir, a comportarnos y todos deberíamos comenzar por
admitirlo. Berelson (1948) un teórico de la comunicación (acá es donde demuestro que además de ver
televisión, también hice algo de mi vida y fui a la universidad) menciona que “cierto
tipo de asuntos presentados a cierto tipo de personas, producen cierto tipo de
efectos” y que esto puede explicar la forma en que cada individuo interpreta y
socializa lo que observa en los medios de comunicación.
Bueno,
pues yo soy ese “cierto tipo de persona” que aprehendió el drama. Sí, y ya no
estoy en edad de negarlo, por eso, en la telenovela de la vida yo elijo ser la
mala. Y que no los confunda su prejuicio. No es que quiera terminar con la cara
quemada o con las piernas cortadas por un tren en el que escape el amor de mi
vida y su nueva novia pobre y linda, no. Quiero ser la mala porque las malas
son siempre personajes vibrantes, llenos de creatividad, con un rango emocional
altísimo, un estilo para vestir como si siempre estuvieran listas para una
conferencia de prensa. Las malas son siempre buenas personas que son incomprendidas
y nosotros, los televidentes, los juzgamos de la misma forma, no entendemos su
dolor, pero admiramos su maldad , su desdén, su estilo para mirar de frente a
todos, sin agachar nunca la cabeza, altivos, orgullosos de ser lo que son.
Los
malos no tienen miedo, hacen lo que quieren, son talentosos para armar
alianzas, para sembrar pistas, para salir de los problemas. No hay malo que no
sea exitoso de alguna manera o que quiera serlo, los malos tienen ambiciones y
mueren en el camino tratando de hacer algo enorme e inalcanzable. Yo por eso quiero ser mala, como Soraya
Montenegro. Y por eso me gusta el drama,
también, porque me parece una puerta a la acidez que suaviza la vida, sin
fingir que todo va a estar bien, sin pretender que las palabras bonitas lo arreglan
todo, sin renunciar a entender que lo
malo es parte de la vida y que debemos verlo como es: como algo malo, no hay
más. Pero allí es donde se complica el
nivel porque el drama requiere agudeza, humor negro, autocrítica, montones de
adjetivos y palabras fatales, imaginación…y para eso tuvimos que haber visto
mucha televisión. Yo lo hice y aún no me aviento de ningún puente. Soy
dramática, exagerada y catastrófica, pero puedo decir, con una sonrisa que se
me dibuja en la cara, que la vida me marcha bien y que sólo está llena de las
personas que entienden y aprecian toda la sinceridad, la crudeza y hasta la
buena onda que trae mi drama.
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