Traducción de E.J. Valdés
Había una vez un hombre extraño. ¡Hola,
hola! ¿Qué clase de hombre extraño? ¿Cuán viejo era y de dónde venía? No lo sé.
Bien pues, ¿podrías decirme acaso cuál era su nombre? Su nombre era
Schwendimann. ¡Ajá, Schwendimann! Bien, muy bien, trés bien, trés bien.
Prosigue, si así lo deseas, y dinos: ¿Qué quería Schwendimann? ¿Qué deseaba?
Vaya, es probable que él mismo no lo supiera. No deseaba mucho pero deseaba
algo adecuado para él. ¿Qué perseguía, qué era lo que buscaba? No buscaba
mucho, pero buscaba algo adecuado para él. Era distraído y estaba un poco
perdido en el ancho mundo. ¿De verdad? ¿Perdido? ¡Ajá, distraído! Dios mío, ¿a
dónde llevará eso al pobrecillo? A ninguna parte, al universo, ¿a dónde más?
¡Inquietante pregunta! Todo mundo lo miraba con curiosidad y él, a su vez, así
miraba a los demás. ¡Qué aterrador, qué lamentable! Iba por allí, lento y
desgastado, con pasos temblorosos e inciertos. Los niños lo perseguían, se
burlaban de él y, despectivos, le preguntaban: “¿Qué es lo que buscas,
Schwendimann?”. Él no buscaba mucho, pero buscaba lo correcto. De cierto
esperaba encontrarlo tarde o temprano. “Todo saldrá bien”, murmuraba tras su
desaliñada barba negra. ¿De verdad? ¿Desaliñada? C’est ça! Voilá!
Estupendo. ¡En efecto! ¡Qué interesante! De repente se detuvo frente al
ayuntamiento. “No hay manera de que puedan ayudarme o darme consejo”, dijo, y
puesto que, hasta donde él sabía, no tenía asunto alguno en el ayuntamiento,
continuó su lento andar y fue a dar al hospicio. “Es verdad que soy pobre pero
no pertenezco al hospicio”, pensó, y siguió adelante. Después de un rato, llegó
de manera inesperada a la estación de bomberos. “Nada se quema”, dijo, y
avanzó, hosco. Unos pasos adelante se ubicaba la casa de empeño. “En el ancho
mundo de Dios no poseo nada que pueda empeñar”, y un poco más allá se
encontraba la casa de baños. “¡No necesito lavarme!”. Cuando, al cabo de un
tiempo, arribó a la escuela, dijo: “Mis días en el colegio se terminaron”, y caminó
callado mientras sacudía la extraña cabeza. “En algún momento llegaré al lugar
adecuado”, sentenció. El señor Schwendimann no tardó en detenerse ante un gran
y obscuro edificio. Era la prisión. “No merezco castigo, merezco algo más”,
dijo para su adentros, triste, y continuó su marcha. Pronto llegó a otra edificación
—el hospital— en donde dijo: “No soy un enfermo, sino algo más. No requiero
sanación, requiero algo por entero distinto”. Caminó dando tumbos; hacía un día
radiante, luminoso, el sol brillaba y las calles estaban llenas de gente; el
clima era excelente, amigable, pero Schwendimann no le prestó atención. Llegó
entonces a la casa de sus padres, la casa de su niñez, la casa en donde nació.
“En verdad me gustaría ser de nuevo un niño y tener padres, pero mis padres
están muertos y la infancia nunca regresa”. Dudoso, mas con pasos firmes,
siguió adelante y vio la sala de baile y, después, la tienda. Ante el salón
dijo: “No deseo bailar”, y ante el almacén: “No tengo nada qué vender o
comprar”. La tarde cayó, lenta. ¿A dónde pertenecía Schwendimann? ¿Al taller?
Él ya no tenía ansias de trabajar. ¿O acaso a la mancebía? “He terminado con el
placer y el deseo”. Pronto estuvo ante la corte: “No necesito un juez, necesito
algo más”. Frente a la carnicería pensó: “No soy un carnicero”. Hasta el límite
de su conocimiento, no tenía asunto alguno en la parroquia, y en el teatro no
había lugar para las personas como Schwendimann. Tales gentes tampoco ponen pie
en las salas de conciertos. Silencioso, prosiguió cual autómata, apenas capaz
de mantener los párpados abiertos. Tan cansado se sentía. Le pareció que estaba
dormido, que era un sonámbulo. ¿Cuándo llegarás al lugar adecuado,
Schwendimann? Paciencia, todo saldrá bien. Llegó a una funeraria. “Es verdad que
estoy triste, pero no pertenezco a una funeraria”. Siguió adelante. Se encontró
con la casa de Dios y pasó de largo sin decir una palabra. Llegó a una casa de
huéspedes, ante la cual dijo: “No soy un buen huésped y nadie se alegra de verme”
y se fue inclusive más lejos. Al fin, tras una ardua travesía, cuando ya estaba
obscuro, arribó al lugar adecuado y tan pronto lo vio dijo: “Por fin encontré
lo que buscaba. Aquí es a donde pertenezco”. En la puerta aguardaba un
esqueleto y Schwendimann preguntó: “¿Puedo pasar a descansar?”. El esqueleto le
sonrió, amistoso, y lo saludó: “Buenas noches, Schwendimann. Te conozco bien.
Pasa. Aquí eres bienvenido”. Entró a la casa que todos encuentran al final del
camino y en la que para todos, no sólo para él, siempre hay un cuarto
disponible, y cuando estuvo dentro colapsó y murió, pues había llegado a la
casa de los muertos. Y allí encontró la paz.
(1917)
Publicar un comentario