
Minutos antes, algo había terminado de romperse; los cristales de una esperanza rota habían quedado esparcidos por los asfaltos del Paseo Montejo, en la Mérida melancólica que me recibía -y me despedía- con las notas más tristes de una sinfonía que finalizaba como pocas: arrogante, abrupta, abismal, entre las fachadas límpidas y bellas de una pálida pintura.

Era la puerta del fracaso, de la derrota tantas veces cantada desde tiempos inmemoriales, porque los hombres morimos callados, gritamos cuando creemos que cantamos, herimos cuando amamos y el amor que nos es devuelto nos lastima de ausencias, de insuficiencias, nos descontrola, nos desarma el armazón que nos pusimos siendo niños para no ser golpeados, sin darnos cuenta de que su propio peso ya es suficiente herida para tenernos débiles, caminando sin vida, callados, seguros de que seguirá en silencio, esperando que seque la humedad del recuerdo que no termina de morir y que no deja espacio para aguas nuevas, esperando que un día tanto ruido termine por callarse y que tanto silencio muera bajo el tenue susurro de un te amo que nunca fue dicho.
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