Estaba
destinada a amar lo que no muere. Desde niña, Roberta sentía latigazos en el
cuerpo que le serpenteaban entre los
ventrículos del corazón y le hacían alborotar el cabello, que siempre estaba
electrificado, como si trajera una enorme telaraña flotando en la cabeza. Eso
le daba un aire de extrañeza que pronto en la vida le enseñó a apreciar la
soledad.
Fue
siempre una niña triste, por lo que era natural que se convirtiera en una mujer
triste. Descubrió el sortilegio bajo el
que había vivido cuando su tercer marido murió. Estaba allí, en el entierro,
cuando al llorar aferrada al féretro se dio cuenta de la terrible verdad: todos
los hombres a los que había amado estaban muertos.
Una
extraña sensación le resbaló por la espalda como un hielo que quema. Viajó de
pronto al pasado y encontró entre sus recuerdos algunas pistas de su desgracia.
Pudo identificar el momento exacto en el que cada uno de los hombres de su vida
había muerto, después de que ella los abrazara y sintieran la descarga de su
corazón.
Aquel
golpe de energía sólo sucedía cuando Roberta amaba de verdad, por eso algunos
se habían salvado del lúgubre destino al que estaban condenados sus amores. Y a
todos sus esposos sí que los había querido con cada centímetro de su extraño
corazón. A cada uno lo quiso distinto, eso sí, pero a todos los había
aniquilado con esa violenta intensidad a la que estaba condenada. Un escalofrío
le abrazó todo el cuerpo, cerró fuerte los ojos y se separó del ataúd
sintiéndose culpable y maldita.
La
idea de vivir bajo esa maldición que traía encerrada en las paredes del
corazón, le parecía insoportable. Después del entierro de su marido Roberta se
propuso no amar a ningún otro hombre jamás, sólo así podría evitar la masacre
de quererlos. Todo iría bien si se mantenía lejos de cualquier tentación, pues ya
lo decía aquella sabia ley de la física: a mayor distancia entre dos cuerpos
cargados eléctricamente, menor es la magnitud de la fuerza de atracción o
repulsión. Sin amor, no habría muerte. Y sin muerte, ella estaría mejor.
Cuando
la muerte de Rigoberto comenzaba a esconderse entre los laberintos de su
cabeza, Roberta volvió a encontrarse en la dificultad de amar. Se trataba de
Salvador, un hombre maduro que como recuerdo de un viejo accidente utilizaba un
bastón que sumaba misterio a su imagen y que recién se había cambiado a la casa de enfrente.
Era algunos años más grande que ella, canoso y atractivo; un tipo maduro con el
mar atrapado en los ojos.
Cuando la eléctrica mujer lo miró por primera
vez, sintió esos piquetes dentro suyo que le anunciaban la llegada del amor.
Pero ella quería resistirse. Buscaba cualquier defecto en el nuevo hombre para
no quererlo, algo extraño y repelente que le molestara, algún comportamiento
abominable o un rasgo feo y tenebroso. Nada
funcionaba, las descargas estaban allí,
haciéndola sentir viva y llena de deseo.
A
su edad, luego de tanta muerte, sentía una incómoda atracción por Salvador, por volver a sentir que las
cosas caminan para algún lado y que es verdad que la vida se rehace luego de un
parpadeo. La muerte de sus amores le dejaron dolores que se le esparcían por
distintas partes del cuerpo, a veces sentía que su mente estaba más con ellos,
allí, en la posibilidad de ser eterno en el recuerdo. Cada vez que Salvador
aparecía con esa mirada que la invitaba a perderse, Roberta moría por tentar a
la suerte. Las noches se esfumaban mientras ella buscaba explicaciones, tal vez
todas esas muertes fueron una horrorosa casualidad, tal vez no estaba maldita,
tal vez tenía una oportunidad. Tal vez.
El
tiempo la mantenía lejos de los peligros hasta que Salvador decidió invitarla a
salir. Las cosas iban bien y ella estaba tranquila porque aún no lo había
matado. Luego de un par de cafés y algunas caminatas nocturnas por la ciudad,
el corazón de Roberta la obligó a abrazarlo. En una noche de lluvia, ella
apretó los ojos fuerte mientras se aferraba a él y sintió esa descarga en el
corazón que se encarreraba para perpetuar la maldición. Lo miró fijo a los ojos
y se perdió en su mar. En ese instante supo que el amor estaba afianzado, que
la muerte la esperaba de nuevo… Ella lo abrazó aún más fuerte hasta envolverlo
con toda la electricidad que hacía música en el aire y que junto a la noche,
llenaron el aire de chispas.
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