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Un pastor y su perro vigilan un rebaño. Cornelis van Leemputten. |
Recuerdo que alguna vez durante un paseo,
uno que me llevó a través del campo, vi y escuché a dos clases de niños, unos
del campo y otros de la ciudad. La escena, acaso una muy breve escena, me cautivó
y me dio una cosa o dos en qué pensar. Unos cuantos chicos del campo conducían
con sus varas a unos borregos por el camino hacia el pueblo. Habían algunos
niños citadinos de tierna edad de pie junto al sendero, y cuando vieron
acercarse a la campirana tropa gritaron con ingenuo deleite “¡Oh, los dulces
borreguitos!” y corrieron hacia los animales para verlos de cerca y
acariciarlos. De inmediato me llamó la atención la enorme diferencia entre
estos dos grupos de niños. Los chicos del campo no tenían en mente sino el
inmisericorde pastoreo, mientras que los jovencitos de la ciudad no veían sino
el encanto y la enternecedora belleza de los pobres animales. La escena me
conmovió hasta lo más profundo, y mientras caminaba a casa decidí no perder
este recuerdo.
(1915)
Este texto se reproduce sin otra intención que difundir la obra de Robert Walser entre los lectores de habla hispana.
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