Hoy se cumplen sesenta años de la muerte
de Robert Walser. También estamos a casi cien años de la publicación de su obra
más conocida: El paseo. Robert Walser
fue un escritor suizo quien, al igual que Kafka, desarrolló su obra en alemán.
Si bien su nombre no resuena a través del universo literario como el de otros
titanes de las letras, figuras como Herman Hesse, Robert Musil, Stefan Zweig y
Walter Benjamin lo admiraban, y es probable que textos emblemáticos como el Bartleby de Melville no existieran de no
ser por él. El suyo, por desgracia, fue el caso de tantos autores a quienes la
fama y la fortuna eludieron hasta que su corazón dejó de latir —“odiamos a los
artistas vivos”, decía Van Gogh— e incluso hoy su base de lectores es selecta;
por lo regular se llega a él por azar (como me sucedió a mí) o a través de
terceros, sin embargo, es un hecho casi médico que quien lo lee una vez quiere
hacerlo de nuevo. El de Walser fue un mundo pequeño pero fascinante, y el hecho
de que pasara los últimos veintisiete años de su vida en un hospital psiquiátrico
—más ocupado en estar loco que en escribir, según sus propias palabras— le ha
conferido un status semi legendario. No por nada uno de los libros que más
esperé este año fue Girlfriends, Ghosts, and
Other Stories, recopilación publicada por New York Review Classics que
reúne ochenta y un de sus textos breves, la mayoría de ellos traducidos por
primera vez al inglés por Tom Whalen. Si bien no tengo el permiso para hacerlo,
no pude resistirme a realizar mi propia traducción de algunos de estos cuentos
sin más intención que difundir el trabajo de Walser entre los lectores de habla
hispana. Para este espacio al que le tengo tanto aprecio he reservado mi
favorito de cuantos leí, el cual pone en evidencia el vitalicio gusto del autor
por los paseos largos y solitarios. Desconozco si existen otras traducciones al
castellano de este texto (eso podrían preguntárselo a Siruela) pero, como he
dicho antes, ésta es la mía y eso me basta para que sea única.
Poesía
(I)
Robert
Walser
Jamás escribí poemas en verano. El
florecimiento y el resplandor eran demasiado sensuales para mí. En verano yo
era todo melancolía. En otoño, una melodía cubría al mundo. Me enamoraba de la
neblina, de la naciente obscuridad, del frío. La nieve me parecía divina, pero
quizá incluso más hermosas, más divinas, me resultaban las cálidas tormentas de
la temprana primavera. En el frío invernal, las tardes relucían y brillaban
encantadoras. Los sonidos me deslumbraban, los colores hablaban. Sobra decir
que vivía eternamente solo. La soledad era la novia que consentía, el amigo que
prefería, la conversación que adoraba, la belleza que disfrutaba, la sociedad
en que vivía. Nada me era más simpático ni natural. Yo era un oficinista, a
menudo sin un puesto adecuado, lo cual estaba bien. Oh, la deleitosa y ensoñada
melancolía, la encantadora desesperanza, el celestial y hermoso abatimiento, el
genial dolor, la dulce crueldad. Adoraba las afueras y su semblante de obrero
solitario. Los campos blancos me hablaban con intimidad, la luna parecía
sollozar en la nieve fantasmal. ¡Las estrellas! Era glorioso. Mi pobreza era
principesca y regia mi libertad. En la noche invernal, hacia la mañana, me
paraba frente a la ventana abierta sin más que mi camisón y el aire helado me soplaba
en el rostro y el pecho. Al mismo tiempo, tenía la extraña impresión de que el
aire brillaba todo a mi alrededor. A menudo me dejaba caer sobre mis rodillas
en aquel remoto cuarto que habitaba y rogaba a Dios que me obsequiara un verso.
Luego salía por la puerta y me perdía en la naturaleza.
(1912)
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