Niño Salitre

Un pedazo de esta historia me la encontré en el aire.


Salieron cuando en la mañana aún se colaba un poco de oscuridad. Iban preparados para un largo camino cuyo principal objetivo era acompañar a Jacinto. Ese niño siempre había sido su amigo, desde que eran muy chiquitos, ellos lo habían compartido todo: miserias, miedos de niños, ideas del mundo, resentimientos, pero ahora les tocaba compartir un dolor que los haría más cercanos. Lupe y Esteban iban al entierro del papá de su cómplice, don Rosendo Salitre. Ellos ya sabían cómo era eso de la muerte, la habían visto sonreírles con su boca chimuela por eso en cuanto supieron que el papá de Jacinto había muerto, quisieron acompañarlo.

Sus casas estaban salpicadas, como si Dios las hubiera echado como sal sobre la tierra, todas lejos, perdidas en la inmensidad de una tierra que era de todos y al mismo tiempo de nadie. Llegaron justo cuando el rosario estaba terminando para que pudieran llevar a don Rosendo al panteón, para devolverlo a la tierra que impacientemente lo pidió sin darle tiempo de ver a su hijo hacerse hombre.

Una marcha mortuoria acompañaba la caja de madera cruda, un coro de llanto y lamento discretos amortiguaban el vacío. Jacinto quedó desamparado delante de todos, quienes veían con lástima cómo aquel niño pecoso y travieso de pronto se hacía adulto al enterrar a su padre. Sus ojos eran unas ventanas empañadas que recién habían renunciado a la claridad. Allí quedó el cuerpo del señor Salitre para ser comido por los gusanos en un rinconcito de tierra amontonada sin cuidado alguno.

Cuando se escuchó el amén del sacerdote, la mayoría de las personas comenzaron a dispersarse y poco a poco a desaparecer entre aquellos surcos secos, el ritual había terminado, era momento de darle la espalda al muerto para seguir con la vida. Jacinto caminó junto a su madre que — muerta de dolor— parecía una pluma que seguía el ritmo del aire. Sus amigos los escoltaron, caminaban silenciosos junto a ellos, acompañando sus pasos, compartiendo la carga pesada de la muerte y de la ausencia. Las nubes se hicieron un nudo en el cielo y pronto comenzó una lluvia agresiva e inesperada.

Lejos aún de su casa, Jacinto recordó que sus animales andaban sueltos y que no tenían en donde guardarse de la lluvia.

— ¡Los guajolotes! —dijo con su voz aún apaciguada por el llanto de quien acaba de enterrar a su padre.

Todos sabían que esos animales habían sido un regalo de don Rosendo, el último gran regalo de un padre a su hijo que ahora estaban enfrentándose contra esas gotas gordas y enojadas que caían del cielo. Los niños y la viuda comenzaron a correr, como si al haber escuchado que los guajolotes estaban sueltos, su instinto de supervivencia se había refinado. Iban de prisa, pero el camino parecía no tener final, el agua les golpeaba la cara sin compasión y Jacinto apresuró el paso por la angustia.

“¡Los guajolotes!” escuchaba Lupe en la cabeza, como un eco que le llegaba bien dentro y que le dolía. Sintió mucha rabia y comenzó a correr más rápido, impulsada por el coraje de que la lluvia terminara con el último recuerdo de don Rosendo para su hijo. Llegó apenas detrás de Jacinto cuyas lágrimas se confundían con la lluvia: sus guajolotes estaban tirados y temblorosos en medio de la tierra, salpicados como las casas en las que ellos vivían. Esteban venía detrás, acompañando a la viuda que con el frío y el agua se había sentido viva de nuevo.

Con ese calor de mujer que protege, Lupe se acercó a Jacinto que, arrodillado en la tierra, sostenía a uno de los animales. Sus años de amistad la obligaron a hacer algo, empujó la puerta de la casa y le ordenó a los niños que metieran a los animales, una vez adentro comenzó a prender la lumbre que reposaba temerosa entre las brasas de un anafre, las atizó para provocarlas; puso sobre el fuego un comal y tomó un rebozo con el que envolvió a los guajolotes y con un cuidado que rayaba en la ternura, los puso sobre el comal. Allí estuvo un rato, calentando a esas aves como si fueran tortillas, cuidándolas para que siguieran vivas, para que Jacinto recuperara la esperanza, para que la viuda recién vuelta a la vida supiera que después del frío viene el consuelo, para acabar con la tristeza y salvar el último regalo de don Rosendo Salitre.

Las aves se recuperaron, poco a poco fueron volviendo en sí y recuperaron el movimiento. Esteban, Jacinto y su madre miraban con atención a Lupita, conmovidos por lo que estaba haciendo, por esa inteligencia para sanar al otro que pocas veces te da la vida, impresionados por su fuerza, por su temple y la paciencia de sus manos para jugar con fuego sin quemarse. Cuando salieron del asombro, viendo a los guajolotes resucitados, los niños la ayudaron a Lupe a quitar a las aves del comal que, recién salvadas de morir, estaban tibias. Las pusieron en una caja y las cobijaron: la tormenta había terminado. Satisfecha, Lupe miró cómo el brillo regresó a los ojos de su amigo y supo que era hora de volver. En medio de la muerte y la desdicha, ella había salvado a esos animales y al mismo tiempo había salvado la última conexión material de Jacinto con su padre, aquella niña flaca y despeinada había hecho algo enorme. Los niños le dieron Jacinto un abrazo poderoso, para que se quedara con él, sabiéndose más cercanos que nunca porque ésta vez, juntos, le ganaron a la muerte y eso, por un rato, los había vuelto indestructibles.

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