Una cena espectacular

31 de octubre de 2015

Como cada año, organicé una fiesta de Halloween e invité a todos mis amigos. Quería que fuera especial y deleitar sus estómagos con un suculento manjar que recordaran toda su vida y por el cual se chuparan los dedos, como debe ser. Además de sus respectivos disfraces de monstruos y de brujas, le pedí a cada uno de ellos que trajera bastante hambre, como de un par de días de ayuno o de tentempiés ligeritos. Algo así como mi sana costumbre antes de ir a comer a un buffet de esos por los que pagas antes de entrar comas lo que comas, y hay que amortizar de algún modo el precio fijo del menú, así revientes al salir. Como debe ser.

De los casi cuarenta a los que invité, sólo una decena me confirmó su asistencia, así que, algo enfadada por el desprecio de los demás, organicé la fiesta para esos diez y comencé con los preparativos unos días antes, decorando mi casa como si de una fiesta de cumpleaños se tratara, pero en plan macabro, sustituyendo los globos y las piñatas por calabazas enormes, velas negras, calaveras de plástico y telas de araña reales colgando de las paredes, que conseguí tras varios meses sin tocar un trapo ni el aspirador. Todos esos atuendos, junto al olor de las velas y al incienso avainillado que equivoqué al comprar, le daban a la estancia una apariencia entre tétrica y ridícula, sello inequívoco de mi mala fama como anfitriona.

Me desperté muy temprano el día 31 para ultimar cada detalle, arrastré los muebles del comedor y los repartí por las demás habitaciones de la casa para dejar vacía esa estancia en la cual pensaba albergar a mis invitados y que se sintieran cómodos, como debe ser.

Para eso de las ocho de la tarde, un guiso de mi invención hervía en una olla gigante que ocupaba los cuatro fogones de mi cocina, expectante y deseoso de ser degustado por los comensales que estaban a punto de llegar. Tras recibir a los dos primeros, les pedí amablemente que me ayudaran a transportar la enorme olla humeante hasta la mesa del comedor, y ya entonces alabaron mis buenas artes culinarias por el olor exquisito que se desprendía de ella y que fue impregnando con su aroma toda la finca, por lo que se me subieron los humos, nunca mejor dicho, al pensar en la cara de envidia de mis vecinas, que creo que nunca habrán conseguido elaborar un plato tan suculento como aquel.

Fueron llegando mis invitados con sus disfraces horribles y les invité a sentarse alrededor de la mesa. Procedí a servir a cada uno de ellos un cucharón en su plato de mi delicioso guiso y, efectivamente, se chuparon los dedos, rebañando algunos el fondo de la olla y royendo los huesos de tan deliciosa y tierna carne que acompañaba al caldo de un color entre rojizo y amarillento, por las especias con que lo acompañé.

Por supuesto, como debe ser, pese a los ruegos de mis curiosos amigos, no revelé el secreto del tan elaborado y sabroso plato, el cual me convertía en la mejor anfitriona del mundo.

31 de octubre de 2016

Como cada año, he organizado una cena de Halloween y he invitado a todos mis amigos. Cada vez se apuntan menos a mi fiesta y no entiendo porqué. Mejor, así no tengo que complicarme la vida ni usar una olla tan grande para preparar mi ya famoso guiso que tanto éxito tiene y cuyo delicioso aroma tantas envidias causa en el vecindario. De todos modos, con la crisis, este año sólo dispongo en mi congelador de diez únicas piezas de carne para elaborarlo y, no es por presumir, pero a pesar de no ser muy cara, resulta bastante difícil de conseguir. Para los "cuatro gatos" que seremos este año en la cena de Halloween, al menos será suficiente para chuparnos los dedos y rebañar el fondo de la olla, como debe ser.

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