Recuerdo de Fuentes



Aunque nunca fui admirador de Carlos Fuentes, participé, más por obligación que por gusto, en el homenaje que mi alma mater le rindió en 2012, unos días después de su muerte. Hablé sobre Aura y sobre un cuento que va de robots que van al cielo, textos que figuran entre lo poco de su obra que me gusta. En parte porque quise y en parte porque mi colega Víctor lo aconsejó, no dejé de mencionar las acusaciones de plagio que embrujaron su carrera. A esto no faltaron miradas hostiles. Después del evento nos invitaron a los ponentes a cenar con la directora de la universidad, su coordinadora de difusión cultural y media docena de docentes. Ya en la sobremesa, cuando me bebía a sorbos un capuchino, me hizo plática una mujer que se presentó como maestra del curso de literatura en preparatoria. Dijo que le había gustado mucho mi plática y que estaba de acuerdo con muchos de mis puntos de vista sobre Fuentes y su obra, aunque discrepaba con otros tantos.
—De hecho —señaló—, yo conocí alguna vez al maestro Fuentes.
Y me habló entonces sobre este encuentro que no me interesaba en absoluto. Me dijo que lo conoció en un festival literario en la Ibero de Santa Fe, que se lo presentó una amiga suya que trabajaba allí, que era un caballero, un tipo inteligentísimo, educado, incluyente en su conversación, que compartía numerosas anécdotas de sus viajes, de sus lecturas, de sus encuentros con otras luminarias de las letras… Un hombre cabal, atento, hasta bien parecido… El escritor más interesante que había conocido (sin ofender al presente).
Mientras ella parloteaba yo asentía, indiferente, y cuando al fin cerró el pico quise desafanarme de esa conversación, mas de inmediato se sumó a la misma un hombre que estaba sentado al otro lado de la mesa. Se presentó como profesor de redacción en la carrera de Creación y Diseño Publicitarios y, al parecer, había seguido atento la narración de la maestra.
—Yo también conocí a Carlos Fuentes —dijo.
Nos relató que, tras perder la oportunidad de ingresar a la UNAM cuando era un adolescente, consiguió trabajo en una fábrica de sellos de goma en el centro de la Ciudad de México. Allí conoció y empezó a salir con una chica hippie que frecuentaba a un grupo de artistas e intelectuales de café. Una tarde los dos se fueron a tomar unas copas con unos franceses que estudiaban cine. Luego de un rato de charla y bebida, ellos les preguntaron si deseaban acompañarlos a una fiesta.
—¿A dónde?
—A casa de Carlos Fuentes.
Tan pronto escucharon su nombre les pareció una buena idea, así que se trasladaron en un taxi hasta San Jerónimo y, cuando llegaron, los pasaron a la estancia. Habían, como mucho, diez personas en la reunión, todas de aspecto bohemio. Y en medio de la conversación estaba el escritor.
—Un tipo nefasto —subrayó el profesor—. Obsesionado con ser el centro de atención, incapaz de hablar de otra cosa que no fuera de sí mismo. Engreído de los pies al bigote. No lo aguanté ni media hora. Agarré mis cosas y me fui. Nunca lo había leído y después de eso jamás quise hacerlo.

Cuando terminó de contar su historia sonreí, pues supe cuál de los dos decía la verdad y cuál solamente fanfarroneaba.

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