Luz matinal de invierno

De cuando era pequeño recuerdo muchas cosas, como supongo que la mayoría de la gente, no obstante tengo claras dos impresiones muy fuertes que a la fecha me conmueven, cuando no me sobrecogen, la primera es la visión desde la ventana de mi cuarto de un cielo nublado un viernes por la tarde. Por algún motivo, estar solo en mi habitación y asomarme por la ventana para ver el firmamento tapizado de un gris profundo me hacía sentir tranquilo, seguro, me daba la impresión de que el mundo, por un instante, dejaba de ser ese lugar hostil, carente de canciones y sonrisas, y se apaciguaba, se volvía un gran refugio que, a su vez, contenía a mi refugio propio. Si era viernes, además, me hacía sentir que la noche no llegaría nunca y que esa sensación de plenitud y paz sería interminable. El llanto tampoco podría lastimarme, pues aunque estuviera triste ese cielo oscuro y brillante a la vez me garantizaba que el tiempo estaba detenido, que no importaba nada mientras la luz no se atreviese a penetrar por entre las nubes, porque la luz es sobre todo un indicador del tiempo y desde muy joven la idea de que mis días se pierden en una nada inmisericorde y voraz me ha dejado un mal sabor de boca. Los días nublados me hacían feliz.

Pero he hablado de otra impresión igualmente sobrecogedora que recuerdo con nitidez: las mañanas y, en general, los días de invierno. La luz del invierno es muy característica porque cae siempre como si fuesen las nueve de la mañana. Durante las otras estaciones el sol viaja con notoriedad, apenas se asoma durante el alba, se pavonea orgulloso al mediodía, en la tarde hace alarde de un virtuosismo que no sabría decir si es encomiable y luego replica su tímido ocultamiento, pero del otro lado de la acera; la luz varía. En invierno no sucede así: las mañanas son claras, el mediodía es claro, la tarde es clara y solo cuando el sol está en lubricán adviertes que ya no es temprano. Además el frío invernal hace que apreciar la caída de la luz sea un espectáculo disfrutable. Sin embargo este cuadro de belleza, contrario a lo que muchos podrían afirmar, no me hacía feliz. De pequeño ver la luz matinal del invierno me ponía melancólico —todavía lo hace, si he de ser sincero— y me es muy difícil explicar la razón. Así como en el cuadro nublado una tarde de viernes, la luz del invierno detiene el tiempo, siempre es matinal, siempre son las nueve o quizá las diez de la mañana, aunque ya pasen de las doce o falten cinco para las cuatro de la tarde y sin embargo me pone pasmosamente intranquilo, me hace sentir ansias de llanto.

Alguna vez pensé que este sobrecogimiento invernal se debía a que lo relacionaba con una escena dolorosa del pasado, pero la verdad es que tanto las nubes del viernes como las luces de nueve de la mañana han estado, por igual, empapadas por mis lágrimas en más de una ocasión. A reserva de que exista alguna de esas explicaciones científicas que tanto les gusta esgrimir para echar a perder la existencia humana, para mí tengo que se debe a que la sombra siempre me ha supuesto protección, abrazo, sosiego; ver mi cielo desnudo de nubes, aunque me garantice que el tiempo no volverá a discurrir, me hace sentir desprotegido y extraño. Además, ahora que soy un hombre, mirar por la ventana y encontrar ese frío brillo invernal me recuerda que no puedo fiarme de su aparente estatismo, porque aunque parezcan las nueve o diez, es la una, dos, tres o cuatro, y que aunque desee aferrarme a su tranquila apariencia, el mundo a la mañana siguiente será caos, hostilidad, personas, voces y angustia, infinita angustia.

Hoy es día de quedarse en casa, de dejar que el tiempo pase si quiere, de mirar a ratos por la ventana solamente porque sí. La luz matinal de invierno está ahí, pálida, tenue, límpida, y yo quisiera dejar de verla, pero sé que si lo hago de súbito el día se habrá acabado, será ya tarde y yo terminaré más angustiado.

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