En otra época era común que me sentara a escribir con fruición diversas locuras que, vertidas en la recién maculada página en blanco, adquirían las más variopintas naturas. Sin embargo, esos días de gloria verborreica se han acabado, al menos por ahora. La vida, con su fugacidad y otras lindezas, es ahora demasiado adusta para el oficio literario. A nadie le interesa leer (o ler, hoy día en realidad da igual) y mucho menos escribir. El mundo, ese cúmulo de sinrazones despreciables, se muestra aún más hostil que de ordinario; andamos pa’l culo y poco se puede hacer al respecto.
Lo que motiva estas líneas apenas tiene algún sentido, se antoja poco más que una cochina queja. Pero es además una queja ridícula, imbécil, como la madre de una novia cincuentona —la vieja es la progenitora, aclaro— que en medio de la despedida de su hija se cree el veneno que le dicen los amigos: «¡las veo y me figuro que son hermanas!», y baila y bebe y canta y bebe más, creyendo que el aplauso es para su hermosura y no para las burlas que con tanto ahínco inspira. Tan jodido es el caso que mis palabras ni siquiera saben amargo, son insípidas como la existencia misma, como yo mismo. No obstante he querido sentarme ante la entrada en blanco de este blog y venir a vomitar algunas líneas de ínfimo valor, basura como lo que hará el 99.9999999999% de los seres humanos durante los próximos años —no sé cuántos, tampoco me interesa calcularlo—, y aún me preocupo porque cada punto, cada coma y cada aberrante híbrido de entrambos esté en el sitio que le corresponde. Antes me encantaba escribir, hoy ya no lo disfruto.
Hace meses me han obligado a dejar comentarios en las sandeces que escriben mis alumnos. Comentarios tan intrascendentes, tan baladíes —porque nadie habrá de leerlos— que yo mismo me esmero por dedicármelos a mí. Lejos de plantear verdaderas guías para mejorar, me burlo; donde detecto una estupidez flagrante la marco en rojo y me pitorreo del pelele que la ha engendrado. Si de entrada parece amable oficio, la verdad es que es tedioso, monótono y cansino. Quiero volver a escribir con el placer de antaño, regresar a los burdeles que tantas veces perfumaron con su incienso vaginal mis versos, recordar la espada y la cruz de mis personajes que, implacables, degollaban heréticos vestiglos o, al menos, volver a los brazos de la amada que, entre mis letras solamente, derramaba por mí abundante licor salobre y no al revés.
Pero el daño parece irreversible. Ese daño enfermo que acabó con la literatura de la América iberoide: me he vuelto un ser de carne y hueso. Otrora mis carnes no eran sino numen sideral, etéreas como el sueño de un masturbador irredento, pero hoy yo ya no soy yo… Ahora mis letras, confinadas en el contorno rojo de la tinta para revisar, se extinguen entre papeles fútiles que hasta el diablo habrá de repudiar cuando los lea. El realismo social me carcome las entrañas, pues ¿qué hay más realista que enfrentarse a la idiotez rampante día con día sin que se note el avance siquiera? Mi labor es sagrada como la de las siervas de Yellama, lo que no le quita lo execrable.
Estar en mis zapatos es, por decirlo de manera amable, a la vez tedioso e irrenunciable. Tedioso por lo que he descrito, lo otro porque, si pudieras ver el mundo con mis ojos, entre tanta mierda que te asfixia, llega a pasar algo, un relámpago, un cubetazo, un güisqui ardiente, luego un día te emocionas por ello… y escribes.
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Luego un día te emocionas…
Por Tuzo Pillo Hora 00:00 0
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