Para mis tíos, quiénes nunca lo leerán.
Traía a su hermano muerto en la mochila. Había
burlado a todos en la terminal de autobuses. Era una tarde silenciosa llena de
ese calor que emborracha la mirada, que lo distorsiona todo. Estaba cada vez
más cerca de su destino, pero más lejos del hombre que fue y al que nunca
volvería. Mario llevaba catorce horas montado en ese autobús, camino al único
lugar del mundo al que no quería llegar.
Porque a veces llegar es volver. Y volver para
aquel hombre era más un castigo que un consuelo. Su hermano murió tres días
antes. La diabetes fue
la lepra que le infectó todo el cuerpo, era incapaz de convertir
la dulzura en energía. La amargura era su motor. Después de años de
destrucción, la carne se le cansó de
tanto pinchazo. Al final, resistir debilita. Y mata.
Él murió un noviembre maldito en la esquina más
congestionada del país en donde los servicios funerarios son caros y los
trámites lo son aún más: te cuestan la espera, el tiempo, la indignación. No
hay fuerza que alcance para eso, y menos cuando lo enfrentas solo.
En el panteón no podían designar una fosa para las
cenizas de aquel muerto porque los papeles del acta de nacimiento no coincidían
con los de Mario, ni con los de la madre, un error estúpido, como casi todos
los errores, estaba a punto de provocar una tragedia. El único destino para este muerto era la fosa
común.
Mario debió tomar algunas decisiones. Pensó en todo lo imposible y lo peligroso,
tras horas de reflexión y angustia, lo hizo: robó las cenizas de su hermano de
los servicios funerarios y las metió en una bolsa negra de plástico que enredó
entre playeras dentro de una mochila. Poco era lo que tenía que perder.
Caminó sin mirar atrás en el medio de una noche
lúgubre y se dirigió a la terminal de autobuses. El miedo de que su hermano
terminara en una fosa junto a los muertos despreciados de otras personas, era
más fuerte que el miedo a ser descubierto. Pasó cada filtro de seguridad de la
terminal con su pinta cansada y esa mochila vieja.
¿Qué de malo
podía llevar una maleta como esa? Nadie sospechó. Fue tan fácil, tan simple,
que hasta parecía que la vida por fin le pagaba algunos favores.
Llevaría lo que quedaba de su sangre a la ciudad
que tanto odiaba. Allí donde estaba su ombligo, junto a su madre, que es lo a
lo único a lo que le tenía respeto. Llevaba a un muerto con él y nadie lo había
descubierto. Nadie había notado la grandeza de su acto. Eso lo hacía sentir
enorme, como no lo había hecho en años. Enorme desde la fragilidad que le
despertaba el dolor. Enorme desde su pequeñez y simpleza. Ese acto de rebeldía
le parecía más un derecho que una subversión porque el papeleo no puede ser el duelo
que uno le sufra a sus muertos. No.
El cuerpo de Mario se había convertido en el campo
de batalla de emociones contradictorias. Se sentía poderoso y rebelde, y al
mismo tiempo cansado y enojado, con ganas de correr hasta que las piernas lo
traicionaran, de gritar hasta ganarse el respeto del silencio. Los recuerdos de
su vida pasaban frente a él y lo cegaban con su luz. Se quedó dormido un
momento, perdido en su dolor.
La carretera agonizaba. Cuando la noche se hubo
instalado en el cielo, un estruendo sobresaltó a todos en el autobús, “esto es
un asalto”, se escuchó. Mario despertó de inmediato. Entre los gritos y llanto
de algunos pasajeros, comenzó a buscar
su mochila, que estaba en el asiento de al lado. Quería sacar las cenizas para
esconderlas, pero el cierre se atoró.
Un hombre con la cara cubierta con pasamontañas y
pistola en mano pasaba de lugar en lugar revisando a las personas. De vez en
cuando golpeaban a los que más se resistían. Gritaba, se reía, desordenaba
todo, escupía. La mochila no abría.
Cuando estaba por llegar al lugar de Mario, éste había logrado abrir la
maleta y tomar la bolsa con cenizas que apretaba con su puño. El hombre se paró
frente a él “eso qu’es” dijo con voz aguardentosa. “Nada” contestó. “Dame la
bolsa, cabrón”, gritó el salvaje de la pistola. “No” dijo Mario mirándolo a los
ojos con las cenizas de Nabor bien cubiertas por su mano. Se miraron unos
segundos, Mario tragó saliva, “la bolsa no” dijo con la voz recuperada y
firme.
Gritos y golpes se escucharon en aquel camión. Un
alboroto inexplicable que todos miraban con miedo y extrañeza, apenas
asomándose de entre los asientos. El ruido de un balazo inundó la noche.
“Te dije que la bolsa no”
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