La existencia en tiempos de la coulrofobia II

Los payasos como personajes amables o inocuos, al menos, sin duda estuvieron bien representados por los bufones y otra suerte de cómicos, ambulantes o establecidos, que buscaban provocar la risa del público que fuese. Sin embargo, también desde tiempos antiguos cargaban con una connotación negativa. No debe olvidarse que desde los primeros siglos del cristianismo la risa se había satanizado, literalmente, de suerte que el cielo se ganaba con mucho sacrificio y mucha seriedad, cuando no mucho sufrimiento. Es por esto que en la entrada anterior se ha dicho que los bufones subvertían el orden, se atrevían a juguetear en dominios prohibidos y peligrosos.

En el imaginario popular, el momento carnavalesco en que imperaba el caos y el único lenguaje común era la carcajada, el payaso se erigía como el nuevo centro rector, el modelo a seguir. Es claro que este tiempo de subversión e irreverencia no podía prolongarse más allá de unos cuantos días, en temporadas muy específicas del año, pero si tenían una utilidad como momentos que permitían a la sociedad escapar de la pesadumbre cotidiana, también servían para alimentar al imaginario cotidiano con numerosas representaciones que después servirían para arreciar el repudio a conceptos determinados. Es así como los carnavales se poblaron de diablillos, disfraces o efigies, y otra suerte de criaturas monstruosas que incitaban a carcajear, burlarse y chancear. Aunque estas figuras no eran consideradas bufones ni payasos, sí prestaban su estética y sus atributos para posteriormente confeccionar el atuendo y algunas características de estos personajes.


Durante los siglos XVI y XVII, en Italia, por ejemplo, prosperó la famosa commedia dell’arte, un teatro itinerante que presentaba situaciones chuscas resueltas o sufridas por personajes arquetípicos. Una de las figuras representativas era Arlecchino, de cuya estética derivaría después el arlequín. Pero este curioso individuo, como de ordinario acontece, no surgió de la nada ni fue una invención cien por ciento original. Según el crítico literario Jean Starobinski, el arlequín aparece ya en documentos medievales bajo el nombre Hellekin, su apariencia es la de un demonio o la de un hombre asilvestrado que viste de hierbas. En la mentalidad de la época, dicha vestimenta representa al hombre salvaje, aquel que se ha apartado de la civilización y de la fe; también se refiere al hombre vicioso, entregado al pecado y el desorden, en clara alusión a su separación de la acción salvífica de la religión.

Empero los payasos contemporáneos no son directos herederos de las figuras renacentistas y barrocas, asociadas al caos y lo demoníaco. La figura del payaso actual se gestó dos siglos más tarde, a inicios de 1800, gracias a Joseph Grimaldi, actor cómico que dio mayor portagonismo al payaso propiamente dicho (que en jerga de teatreros es conocido como clown). Con él se establecieron, por una parte, la estética que conocemos en la actualidad y, por otra, las rutinas basadas en ridículas situaciones donde la violencia física era esencial para provocar la risa.


En la actualidad, poco ha variado el arquetípico personaje de facciones estrafalarias y vestido de colores rimbombantes, aunque, en efecto, los mecanismos para hacer reír ya no son los mismos. Hoy, hay payasos dedicados a entretener al público infantil, pero también existen los que se proponen divertir a los adultos, sea mediante chistes picosos, historias eróticas o vulgaridades escenificadas.

¿Será posible reconocer en los símbolos a los que originalmente se asociaba al personaje del bufón y del bobo la causa del miedo al que se quiere asociar a los payasos en nuestra pasmosa contemporaneidad? Según algunos investigadores de Psicología, la respuesta más certera es no. De acuerdo con estudios como los de Ramsey Campbell, lo que provoca cierto temor es el hecho de que los individuos maquillados no muestran su cara auténtica, la eterna expresión de risa es demasiado artificial, de suerte que provoca desconfianza, además de que la indumentaria es rara y provoca incomodidad.

De cualquier manera, el fenómeno de los payasos siniestros que recientemente ha cobrado popularidad no está necesariamente relacionado con lo que hasta ahora hemos dicho. Parece más bien que se trata de una moda como otras tantas, en la que se ha buscado dar características terroríficas a elementos relativamente cotidianos, pero lo suficientemente desconocidos como para provocar una cierta aversión. Quizá estemos presenciando un Zeitgeist nuevo, que ya anuncia el desplazamiento de los zombis y abre paso a la hegemonía de los payasos. No puede vaticinarse de momento nada, hasta no ver qué prevalece, entre tanto nos toca lidiar con la existencia en tiempos de la coulrofobia.

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