No es un hecho novedoso ni propio de este siglo el que a más de una sensibilidad extremada le causen perturbación los payasos. Son personajes que pertenecen a otra época, a otra visión del mundo y, por supuesto, a otra concepción de la comedia. No obstante, están lejos de extinguirse y han pasado de ser los exponentes de la carcajada fácil, acaso idiota, a convertirse en iconos de lo más peregrinos del horror y de aquello que en general inspira miedo, de lo sobrenatural. Incluso, me atreveré a estirar el planteamiento, poco a poco han ido sustituyendo al diablo en la mentalidad colectiva.
Sin embargo, llama la atención que en medio de un mundo obsesionado ahora con vampiros sobresexualizados y muertos vivientes cada vez más dotados de caracteres que incluso sobrepasan a aquellos que tenían cuando estaban vivos, un inusitado interés por los payasos haya tomado tanta fuerza. Es proverbial que han aparecido en historias de terror y que, por lo general, asustan a los niños más pequeños antes de que puedan resultarles agradables. Sus maquillajes, su escándalo, su colorido inconsistente y el hecho de que su personalidad sea tan afectada pareciera no llevarse bien con una mentalidad social profundamente obsesionada con las apariencias agradables, con los comportamientos pasionales frívolos o insustanciales, y con una idea de comicidad asquerosamente procesada para carecer de cualquier trasfondo.
Aunque podamos creer que el payaso típico es imbécil, lo cierto es que en sus orígenes esta imbecilidad servía de pretexto para señalar las faltas sociales y políticas a la gente; el payaso, aunque no tuviera este nombre exacto, era de alguna manera el encargado de decir lo prohibido, denunciar lo que estaba mal sin que este hecho acarreara consecuencias graves para su persona, después de todo, ¿quién temería o advertiría el peligro ante los señalamientos de un bobo, de un loco, de un estúpido?
El payaso, como el loco, gozaba de cierta inmunidad ante los poderosos y el pueblo, ya que su discurso no podía tomarse en serio en primera instancia. No obstante, el disfraz de imbécil no implicaba que el payaso lo fuese necesariamente, existen documentos que revelan, por ejemplo, el papel de los bufones en las cortes europeas. Uno de los casos más señalados es el de Triboulet, bufón de Francisco I de Francia. Además de menciones en documentos históricos, el dicho Triboulet aparece en Gargantúa y Pantragruel, obra cúspide de Françoise Rabelais, lo que sin duda es evidencia de su notoriedad como miembro de la corte. Se dice que Triboulet era muy apreciado por el rey, no solo por su ingenio cómico y su capacidad para divertirle, sino por la agudeza de sus observaciones y la gran calidad de sus consejos. Una anécdota cuenta que durante una campaña militar, Francisco llevó consigo a Triboulet, quien, temeroso de morir, suplicaba al soberano que no le llevase a la guerra; el monarca entonces quiso tranquilizar a su bufón diciendo que no temiese, pues si alguno llegara a matarlo, él se encargaría de que el homicida pereciera antes de pasada media hora, a lo que Triboulet respondió que estaría más tranquilo si el rey pudiera acabar con el asesino media hora antes.
Como miembros de la sociedad, entonces, los bufones cumplían más de una función. Por una parte servían para entretener a un público, fuese cortesano o vulgar, pero por otro también se encargaban de subvertir el orden establecido, ofrecer una válvula de escape para las presiones de una vida dolorosa, azotada por múltiples y frecuentes complicaciones, además de rigurosa en sus exigencias terrenas y en constante cercanía con la muerte y el infierno. Estos personajes constituían, entonces, un aliciente, también una oportunidad de regodearse y al mismo tiempo quejarse de lo que no estaba permitido vociferar.
Pero esto nos trae nuevamente a colación el problema de la mentalidad pasada y la concepción de la comedia. Durante los siglos XV, XVI y XVII, la risa no siempre era provocada por una agudeza o una complicada implicación, bastaba con presentar a un individuo más feo que el resto, a un hombre vestido como lelo o animalizado en cierta medida para que la risotada se produjera. La estética de los bufones era, sin duda, grotesca y quizá horripilante para nuestros ojos, simulaba o enfatizaba alguna malformidad, acentuaba lo ridículo, era, en fin, una muestra de que la otredad se despreciaba sin remordimiento y burlarse de ello era socialmente sano. Con el tiempo esta afectación estética desembocaría en el maquillaje excéntrico y los colores rimbombantes de nuestro payasos actuales, razón por la que su apariencia siga ocasionando cierto recelo en algunos de nosotros. Y sin embargo, cabe preguntarse, ¿es esto bastante para tenerles miedo?
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La existencia en los tiempos de la coulrofobia I
Por Tuzo Pillo Hora 00:00 0
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