Explicaciones no solicitadas

Este mes ha muerto el escritor René Avilés Fabila, autor de variada obra narrativa y, a lo que parece, favorito de muchos que sinceramente le lloraron sin que el duelo se transformase en el consabido mame que envuelve a la muerte de personajes célebres. Sin ánimos de molestar a nadie, para mí tengo que se debe a la escasa celebridad del finado, pero eso ya es gorgojo de otro frijol.

En la entrada de hoy busco compartir mis impresiones sobre el cuento «Mirabel», del dicho autor, que pueden leer en esta liga. Si he de ser sincero, nunca fui un asiduo lector de las letras de don René, sin embargo reconozco que su talento tuvo y que su prolijidad atestigua también su febril trabajo en este mundillo.

El cuento en cuestión, sin embargo, dista mucho de ser uno que yo pudiera recomendar o siquiera buscar que se leyese como ejemplo de una buena obra literaria. Estructuralmente es impecable, no lo niego, y la verdad es que la narración emplea un límpido lenguaje que, si no hace las delicias de cualquier purista, a lo menos refleja las buenas letras del creador. Lo que molesta, la mácula imperdonable que me evita recomendar este texto es la simpleza con que trata su propia materia.

El argumento es muy sencillo (todos aquellos mamadores de esfínter retentivo que se enfadan ante los fulanos spoilers hagan el favor de leer el chingado cuento, porque aquí no se ha de acallar ninguna minucia como la queramos sacar aunque sea dando trompicones): un hombre profundamente religioso sospecha que su mujer es una sierva de Satanás, una bruja, y luego de reunir las pruebas suficientes de que en efecto lo es, procede a matarla.

El cuento no se desarrolla durante el Medioevo ni en ninguna época de antaño, sino en el mundo contemporáneo, de ahí que cree un agradable extrañamiento que motiva a seguir leyendo. Desgraciadamente eso es lo único que el desarrollo argumental hace en favor de sí mismo, lo demás es una lamentable exhibición de sucesos predecibles, lógicas planas y, lo peor, un final que se subestima a sí mismo tanto como al lector, a quien tiene que dar santo y seña de lo que salió mal para que nadie vaya a confundirse. Quiero decir que es un escrito lamentable.

El narrador es, a la vez, nuestro protagonista, un anónimo fanático religioso de la Edad Contemporánea. Su celo católico, que frisa con el absurdo, le mueve a sospechar que su esposa, una bellísima mujer de nombre Mirabel es, como he dicho ya, una bruja. Pero la paranoia inquisitorial del creyente no es meramente un dicharacho; el cuento se encarga de construir con cierto método los argumentos y las evidencias gracias a los que, a la postre, nos hacemos los convencidos de que en efecto la mujer adora al diablo. Aquí es donde comienza lo jodido del asunto. Varias son las marcas textuales que nos colocan en nuestro propio tiempo (aunque el cuento haya salido en una compilación de obra realizada entre 1970 y 1995) y también nos muestran una cierta falta de convicción en el proceder del protagonista, como si él mismo, consciente de que se trata de una narración, nos quisiera dejar en claro que no estaba tan firme en sus determinaciones como en un principio nos quiso hacer creer. Esto mueve a que el lector comience a sacar sus propias conclusiones, de manera muy semejante a cuando se está leyendo una novela policíaca o de misterio, no obstante el esfuerzo es inútil, las conclusiones no son ni de lejos las abigarradas teorías que uno quisiera pirarse; la construcción narrativa es tan unidimensional que solamente deja cabida a una posible sospecha: Mirabel no es una bruja.

Los motivos para determinar esto desde bien pronto sobran. Por una parte, el protagonista advierte que estaba muy seguro de la identidad real de su esposa, pero por otra nos cuenta que, aún consciente de esto, opta por casarse con ella. Comenta que ha leído sobre el tema, además de haber profundizado en él gracias a las películas de terror y su noticia de los «actos tortuosos», no obstante no le queda muy claro si Mirabel es bruja, vampiro o un híbrido de ambos. Ridículo y curioso resulta, asimismo, que para ser un católico de ortodoxa aceptación supersticiosa, el protagonista censure el uso de un ojo de venado, amuleto rechazado por la doctrina oficial, pero ampliamente aceptado por la creencia popular, exactamente igual que el asunto de las brujas y vampiros. Pero el problema genuino no radica en estos elementos que, de una forma u otra, es decir, ya sea de manera accidental o intencionada, alimentan ese agradable extrañamiento del que he hablado antes y hasta nos toman de la mano para que lleguemos a un mismo punto, lo que inclusive podríamos considerar una trampa. El colmo llega con el acto final: la muerte de Mirabel.

Tras fingir quedarse dormido, merced de un supuesto brebaje hechizado que la mujer le ofrece, el fanático anónimo decide constatar ahora sí de una vez por todas que la hermosa Mirabel practica las artes oscuras, así que la espía y atestigua cómo ella, valiéndose de un libro de encantamientos, conjura algún mal en un pequeño caldero en la cocina. Tras matarla a tiros y provocar un alboroto que atrae a vecinos y policías, el hombre queda en paz solo para descubrir que todo era un engaño, una fantasía de su mente trastornada por la religión. ¡Y sigue una explicación lógica y paso a paso al más puro estilo de Scooby-Doo! Este esclarecimiento resulta, por decir lo menos, asqueroso. Y es peor porque desde mucho antes de alcanzar el clímax de la historia, como hemos dicho, uno ya puede figurarse que la bruja no es tal, que todo es una exageración fantástica del marido, pero ¡no! ¡Nadie aquí va a tener neuronas suficientes como para vislumbrar semejante final! Más todavía: ¡nadie aquí puede predecir algo que se ha hecho (y para entonces se había gastado ya bastante) cientos o miles de veces en el pasado! Es una historia sin el menor chiste, un ejercicio literario, si se prefiere salvaguardarle alguna dignidad, pero nada más.

Sabroso habría resultado que el lector, ante los desvaríos e inconsistencias previos hubiera concluido que Mirabel es inocente pero, ¡sorpresa! Haciendo gala de su nombre, se desvela una criatura mágica, tal vez no bruja ni vampiro, pero sí ondina, hada, elfa, nahuala, ¡todo menos una abnegada esposa bella e inocente! Todo habría sido más aceptable que ese final de porquería, que además remata con una de tantas bazofias dogmáticas que pululan por ahí: la declaración del desgraciado fanático aduciendo que ya duda del otro mundo porque, en prisión, se ha dedicado a la lectura de libros científicos. Broche de oro.

La historia tiene un potencial exquisito y es una pena que el autor, en su momento, la haya desaprovechado de una manera tan basuresca. El extrañamiento nos preparaba para algo más, algo que no fuese predecible ni concluyese con un cliché, pero desafortunadamente la sorpresa consistió en que no había sorpresa, aparte de volver a leer un lugar común sin mucho más para valorarle.

Voy a caer, sin embargo, en ese pecado que critico aquí y he de terminar mi participación del día con una explicación que todos ya conocen y nadie ha pedido: lo expuesto aquí es una apreciación personal. Lo bello y lo bueno de las letras es que no existe una sola vía, ni una única interpretación y a quien le haya gustado el cuento y, más todavía, haya visto algo distinto, solo puedo decirle que con Dios lo haya y con su pan se lo coma.

Vale.

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