Cuatro lados del cielo pintados de blanco, salpicados con gotas salmón que se me ocurrió dibujar a mano de esponja.
Un armario donde la ropa luce desordenada en su interior.
Una cama de un metro cincuenta de ancho, que le queda grande a mi cuerpo, pero sobre la cual rellenan su espacio vacío la presencia del par de libros del ahora, los del momento, los que me toca leer; un enorme cocodrilo verde, tres almohadones blancos y la cesta de mimbre que sirve de cuna a algunas piedras, ponen el toque de gracia a ese revoltijo de sábanas de algodón teñido de azul y amarillo en el que descanso, leo, escribo y, a ratos, incluso duermo.
A veces también la comparto con gatos, cuando no les da por morderme los pies y los echo de allí.
La ventana queda a la derecha y me gusta intuir las cortinas moverse, cual vestido de un fantasma en la oscuridad. Nunca me asomo a ella, pues no siento curiosidad alguna por lo que sucede ahí afuera.
Bajo la ventana está mi escritorio y sobre él, una máquina de escribir a la que le falta la tinta, y desde la cual, la letra ñ, amenazante, observa mi dedo meñique con cara de asesina, recordando, supongo, las veces que lo dañó en un pasado lejano.
A su lado unas veinte carpetas y unos cien cuadernos adornan amontonados la línea imaginaria que llega casi hasta el techo, y en paralelo, otra línea igual de larga, pero hecha de libros, los que no caben en la estantería sujeta con dos escuadras para evitar matarme, pues se me antojó colocarla sobre el cabezal de la cama. Pensé: —si tengo que morir aplastada, que sea cubierta de libros y así agonizaré oliendo a papel y a madera y no a hormigón.
Detrás de la puerta, una tabla de planchar que uso muy poco, por no decir casi nada.
A mi izquierda, en la mesita de noche, una lámpara antigua de hierro forjado y de pantalla anaranjada, le da un toque al ambiente de calidez, simulando la luz tenue de una vela, como las que mantengo apagadas junto al incienso humeante por miedo a quedarme dormida mientras se caen y hacen arder la finca entera. Junto a las velas, más piedras también, una ranita que un día perteneció a un llavero y algunos recuerdos de los lugares que visité. Todo ello en una pequeña mesa de madera vieja, bajo la cual, descansan llenos de polvo unos diez o doce libros más.
Sobre el armario, Playmobils contemplando el cuadro descrito, y de vez en cuando se lanzan desde lo alto sin que el viento ni nada los mueva, y sin razón aparente, por lo que siempre he pensado que están igual de vivos que las piedras y que yo misma cuando creo despertar.
—Y dime, ¿esa es tu habitación?
—No, ése es mi mundo. Ahí es donde vivo.
Habitación son las cuatro paredes de la cárcel donde me han encerrado y a la que me obligan a entrar, diciéndome que ése es el mundo real.
Home viejitos pero buenitos Cuatro lados
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