I
Allí
va Constanza, huyendo del agua como si fuera veneno. Sus tacones se clavan en
el asfalto que, tramposo y resbaladizo, amenaza con hacerla caer. Después de tres intentos por
abrir su paraguas, se rinde y decide refugiarse bajo el periódico que trae en
la bolsa. El agua pronto destruye las historias de los días porque el papel no
resiste tal tempestad. Ella tampoco. Corre desesperada hasta que por fin
encuentra una marquesina en el café “La Piedad”, donde se detiene un momento
para descansar de la lluvia. Mira de reojo por el cristal del local cuando allí
lo ve: es su padre. Detiene la mirada para verlo mejor, sí, es Él, a quien no
ve desde el funeral de su hermano hace cinco años, cuando por dolor escapó de
la vida que tuvieron juntos. El cristal acentúa la distancia que los separa: Él
adentro, a salvo; Ella, afuera en un mundo que se le viene encima. Siente una
explosión en el pecho y llora, por suerte su llanto se confunde con la lluvia y
nadie nota su derrumbe. Constanza decide alejarse de allí aunque eso implique
adentrarse en la tormenta. Algo acaba de cambiar en su cabeza. Camina lento, pero
con firmeza; no quiere escapar más de la lluvia, va hacia ella, con ella; va,
pero ya no huye, pues de nada sirve correr si es adentro donde llueve.
II
Llueve
en mí desde hace tiempo. Con los años me he acostumbrado a ese sentimiento que
me causa un frío que me duele en la espalda y que, en días como éste, subraya
mi soledad. Esta mañana decidí ir a “La
Piedad” donde siempre pido un manchado con tres cucharadas de azúcar
para endulzar mi vacío. Estaba a punto
de pagar la cuenta cuando una lluvia terrible cayó sobre aquel diminuto pedazo
de mundo. Me senté junto a la ventana que era el único lugar disponible a esa
hora cuando el café está a reventar. A mí no me gustan las ventanas porque no me gusta
que me vean, lo mío es la invisibilidad. Pero ante el ritmo de la lluvia, me
senté a esperar. Sentí de repente una mirada que me dejó intranquilo, como si
al verme me hubieran despojado de algo. Volteé a la ventana, esa mirada salía
de los ojos heridos de una mujer que reconocí al instante: era mi hija
Constanza, empapada y linda. Los años le sientan bien. No pude decir nada, ni
siquiera mirarla fijamente. Verla me hace sentir frágil e inmundo. Por eso me
alejé, para no lastimarla, para no hacerla sufrir, para quitar de su camino la
pena de lidiar conmigo, pero hoy esta
lluvia interminable y jodida nos volvió a encontrar y sé que los dos estaremos
tristes.
III
Prefiero
cuando llueve, me va mejor. El sol me desgasta y hacen que me duelan las
costillas, varillas brillantes que reflejan a quién me porta. Soy más elegante
cuando llueve y por eso lo prefiero. Soy vieja y vivo entre las cajas de
mudanza de una mujer que siempre cambia de lugar. Cuando llueve soy un escudo contra la furia
del cielo, pero hoy no sé qué me pasó, no pude funcionar, últimamente me he
sentido mal, creo que no sirvo más. Esta
mañana Constanza por poco y me olvida, pero la inminente lluvia la hizo volver
por mí. Después de tres intentos por hacerme funcionar, mi dueña me aventó con
coraje dentro de su bolsa y decidió taparse con el periódico amarillista que le
encanta leer. Sentí cómo por un momento se detuvo, no pude ver en dónde
estábamos porque su cartera me tapaba la vista hacia afuera, pero la escuché
llorar. Al volver a casa me aventó con coraje contra el suelo. Escuché la
historia que le contó a Mariana por teléfono. Si yo hubiera abierto, ella no se
habría detenido bajo aquella marquesina del café “La Piedad” y no hubiera visto
a su padre, con quién no habla desde hace cinco años.
Ahora
Ella está triste y ha sido mi culpa.
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