El renovado interés del mundo por Pokémon
tras el lanzamiento de su más reciente encarnación en dispositivos móviles trae
a mi mente el recuerdo de un compañero que ya perseguía a estos personajes por
la ciudad hace varios años.
Cursaba los últimos
semestres de la preparatoria —tiempos felices— y había en mi generación un
puñado de chicos que no tenían reparo en consumir estupefacientes en uno de los
jardines del campus; uno de ellos —llamémosle Moisés— había cogido el hábito de
inhalar un anestésico deportivo en sus horas libres y, en ocasiones, iba a
sentarse muy cerca de donde unos amigos y yo solíamos pasar el rato entre
clases. Por lo regular disfrutaba el viaje en silencio, pero a veces no podía
quedarse callado y nos describía lo que experimentaba conforme la anestesia
hacía efecto en su cerebro; casi siempre escuchaba un martilleo y llevaba el
ritmo del mismo haciendo chasquear los dedos o dando palmaditas en su regazo,
pero después, quizá como resultado de incrementar las dosis, empezó a reportar
unas curiosas ocurrencias extrasensoriales. Éstas se manifestaron por primera
vez —lo recuerdo bien— durante un examen de inglés: estábamos todos en silencio
cuando Moisés, de repente, soltó una carcajada tan estruendosa que hasta el profesor
saltó de su asiento. Cuando miré en su dirección lo encontré con la vista
clavada en el cielorraso, los ojos desorbitados y una retorcida sonrisa en sus
labios; una mueca un tanto perturbadora. Si acaso el profesor, un
estadounidense bigotudo, se percató de su estado, éste prefirió jugar al tonto
y se limitó a llamarle la atención y pedirle que se concentrara en la prueba,
cosa que él, por supuesto, no hizo porque su mente no se encontraba allí con
nosotros. Cuando terminó el periodo él ya tenía la cabeza de vuelta sobre los
hombros (cuando menos parte de ella) y alguien le preguntó qué había sucedido;
Moisés explicó, muy divertido, que había visto un Pokémon en el techo y que
éste le había contado un chiste muy gracioso; no recordaba de qué iba pero era
para desternillarse de risa. No negaré que esto me causó gracia como al resto
de mis compañeros y quise saber cómo era ese supuesto Pokémon. Moisés no tuvo
inconveniente en dibujarlo en una hoja de mi libreta; tenía una enorme cabeza
ovalada, ojos como de mosca, el cuerpo muy pequeño, en forma de cono, y un par
de frágiles e irregulares alas; no se parecía a ninguno de los ciento cincuenta y un
Pokémon que existían en aquel entonces pero vaya que era una criatura
pintoresca. Cuando le señalé este hecho no le importó gran cosa; él insistió
que se trataba de un Pokémon y que su habilidad era contar chistes.
La cosa no quedó allí:
en adelante, Moisés reportó numerosos avistamientos de Pokémon que, decía,
rondaban el colegio y sus alrededores, cada uno más extraño que el anterior y
con poderes que rayaban en lo ridículo. Había, por ejemplo, uno parecido a un
gato que podía manipular la frecuencia de la radio, otro con numerosas piernas
que desaparecía el agua del inodoro a voluntad, otro semejante a una caja con alas
que llamaba al gobierno para hacer amenazas de bomba, otro con enormes cuernos
de diablo que ensuciaba los automóviles, y sabrá Júpiter cuántos más, pues el
chico llevaba un registro de todos ellos en un cuaderno. Él decía que esta
actividad, más que una afición, era una medida precautoria, pues esos Pokémon,
al ser invisibles para todos exceptuándolo a él, podían hacerse del control de
la ciudad —acaso del mundo— sin que nadie se diera cuenta, en cuyo caso sus
notas serían cruciales para emprender la resistencia. Él mismo ya contaba con
el diseño de una Poké Ball experimental para atraparlos a todos pero, por
desgracia, nadie tomaba en serio su investigación ni lo hizo lo que restó de la
preparatoria. Supuse que cuando nos graduamos él mismo ya se había olvidado del
asunto.
Pero no fue así.
Verán, hace unas noches
me lo topé a la salida del teatro —yo ni siquiera lo reconocí— y él, muy
contento de verme, me invitó por un trago a un bar cercano y allí me habló
sobre lo que había hecho desde que nos perdimos la pista: luego de desperdiciar
un par de años en viajes y fiestas, enderezó el rumbo, consiguió entrar a la
facultad de medicina de la UNAM, se graduó como uno de los mejores de su clase
y para aquel entonces ejercía como pediatra en un hospital de la Ciudad de
México. Para ser franco, eso me sorprendió bastante. Más tarde, cuando ya
teníamos unas ocho cervezas encima, los dos nos quedamos callados un rato y se
me ocurrió romper el silencio con aquel incidente del Pokémon durante el examen
de inglés, seguro de que a esas alturas de nuestras vidas los dos lo tomaríamos
como un recuerdo gracioso. Pero para él no lo fue: se puso muy serio y sentenció
que, si bien todo mundo se burló de él en la preparatoria por llevar el
registro de esas criaturas que veía por el campus, la llegada de Pokémon Go le daría la razón, pues tarde
o temprano los jugadores encontrarían y revelarían al mundo esos Pokémon sobre
los que él advirtiera. Yo no entendí cómo sucedería aquello ni lo quise saber;
al percatarme, por su tono, que había sido imprudente llevar la conversación
hacia aquellos años cambié el tema de inmediato y menos de media hora después
pedí la cuenta, incómodo. Cuando nos despedimos, él dijo que sería bueno
sentarnos a charlar de nueva cuenta, y aunque yo dije que sí la verdad es que nada
he hecho para contactarlo. Ahora, si bien yo no descargué Pokémon Go por temor a lo que éste pudiera hacer a mi productividad
—y consciente estoy de lo aburrido que se lee eso— y tenía la certeza de que no
había en el catálogo de estos personajes alguno que contara chistes o desapareciera
el agua del retrete, opté por consultar al señor Pereira, quien es mucho más
versado en el tema que yo, sólo para estar seguro. Busqué el dibujo que Moisés
hiciera en mi cuaderno todos esos años atrás y se lo mostré a mi amigo sin
decirle qué era y sin darle detalles sobre su origen. Al verlo, de inmediato me preguntó, con auténtica sorpresa:
—¿Quién es ese Pokémon?
Y yo no pude sino tragar saliva y asegurarle que no querría saberlo.
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